| | cartas Un asesino anda suelto
| ¿Hasta qué punto se pueden aceptar las tragedias como son, en qué momento de este camino de espinas se encuentra la resignación y se descarta la desesperación, cómo es posible lograr quedarse con una vida tranquila los años restantes antes de la muerte e instalar definitivamente en la mente y en la sangre la impotencia? La impotencia, sensación espantosa de querer cambiar algo y no poder, sensación que nos destruye, que nos subleva, que nos dirige hoy, como una flecha lanzada con precisión al culpable de todo nuestro dolor, de todo nuestro vacío, porque existe ese engendro humano que sin piedad nos arrancó, en solo unos minutos, ese ser que alimentaba nuestra propia vida, y que ahora nos hace dar vueltas entre la vida y la muerte, como si fuéramos de adentro hacia afuera intentando rescatar lo mejor de cada lugar. ¿Cómo es posible comprender, perdonar, olvidar o tan solo aceptar a un borracho asesino que camina libremente, que conduce vehículos, "que respira" y que decidió, por diversión, terminar con los sueños y esperanzas de seis jóvenes alegres e inocentes de su propósito, y que no pudieron detener su espantosa locura, y lejos de acabar allí su misión satánica en esta tierra, condenó, después de ese día, a las madres, a los padres, hermanos, familiares y a los amigos, a recorrer el resto de sus vidas solo con recuerdos, con la atormentadora ausencia de quien iluminaba sus corazones con la luz de la juventud? A dos años de este tremendo asesinato, no resuelto por la justicia, por razones legales que nada tienen que ver con lo humano, repudiamos, acusamos y señalamos a quien con su insanía, nos derrumbó las ilusiones de tener con orgullo, al lado nuestro, grandes mujeres y hombres. Patricia Dellabianca
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