Año CXXXVI
 Nº 49.708
Rosario,
domingo  29 de
diciembre de 2002
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Balance
Opinión: ¿Qué viene después del colapso?
En 2002 se vivió en un "estado de rapiña", con un comportamiento mezquino de los gobernantes

Antonio I. Margarit

Cuando termina el año, las empresas bien organizadas proceden a hacer un balance para saber cómo les ha ido y de qué manera deben prepararse para el futuro. Lo mismo sucede con los países.
En Argentina el balance del 2002 ha sido devastador. No sólo fueron confiscados los ahorros, desnaturalizadas las instituciones y demolido el orden jurídico, sino que hemos debido soportar un comportamiento mezquino y miserable en quienes debían gobernarnos.
Todos nosotros pudimos comprobar lo que significa vivir en un "estado de rapiña". No dábamos importancia a lo que señalaban los mejores pensadores del mundo y por eso debimos aprenderlo en carne propia.
Si un Estado se administra sin justicia, termina convirtiéndose en una gran asociación de delincuentes. También aprendimos que el poder desaforado, es decir sin límites institucionales ni morales, transforma al gobierno en una banda de ladrones.
Los argentinos hemos estado demasiado tiempo empeñados en preocuparnos por los medios instrumentales, especialmente los económicos y descuidamos los fines que dan sentido a la vida. Quisimos construir un país al margen de las ideas elementales, porque pensábamos que el dinero era lo único importante y que la expansión económica justificaba manipular la justicia, crear una Corte adicta a los capirotes de la política y convertir la ley en meras disposiciones dictadas por antojo del poderoso de turno.
No habíamos advertido que los pilares fundamentales de una economía, capaz de brindar bienestar para todos, se basaban en cuatro elementos, precisamente extra-económicos:
1) el gobierno tiene que someterse a la ley,
2) todos los hombres deben ser iguales ante la ley,
3) la ley no debe servir para acorralar a las personas decentes sino para protegerlas de la violencia, el engaño y la coacción, y
4) la justicia no sólo tiene que estar al alcance de los poderosos sino también de los débiles, sean desocupados, jubilados o pequeños empresarios.
Aún cuando creímos que esto era mera teoría, aprendimos con dolor que cuando las leyes no encuentran su fundamento en la recta conciencia, o sea en lo que es racionalmente discernible entre lo justo e injusto, sino que se justifican en el interés de quienes están en condiciones de imponerlas, entonces terminan produciendo un caos tan profundo que la vida civilizada se hace imposible y la sociedad regresa al estado salvaje donde lo único que vale es el sálvese quien pueda.

Un pasivo gravoso
Las cargas que debimos soportar el 2002 fueron abrumadoras. Quienes debían protegernos de los delincuentes se dedicaron a ampararlos. Quienes debían custodiar la honra de los argentinos saquearon las reservas. Quienes debían salvaguardar el patrimonio de los ciudadanos se quedaron con los ahorros de millones de personas. Quienes debían defender el crédito público declararon el default y se lavaron las manos entre frenéticos aplausos que gritaron como un triunfo lo que era un oprobio.
Quienes debían hacer cumplir la palabra empeñada alteraron los contratos privados. Y nadie pagó por ello.
El año comenzó con el cacerolazo: un estallido de la clase media acorralada. Miles de personas incendiadas por la confiscación de sus ahorros bancarios se unieron bajo el ingenuo eslogan "que se vayan todos".
Era la primera vez que la clase media salía a la calle y tomaba conciencia del colapso que nos acechaba.
Sus integrantes no aguantaron a una dirigencia que no los representaba, que se resistía a ver las cosas tal como son, que había perdido la noción del bien común, que no quería modificar su comportamiento y que sólo se preocupaba por mantener sus privilegios.
En las más recientes y confiables encuestas este poderoso grupo social declara no saber por quien va a votar y representa casi el 50% del electorado nacional alcanzando el 75% en la provincia de Santa Fe.
El año 2002 nos mostró por un lado a la sociedad civil liderada por la clase media y por el otro lado, una clase política encallada en sus tácticas bastardas, brindando el decadente espectáculo del fraude en sus internas partidarias o demostrando la impotencia para ponerse de acuerdo y designar un candidato que los represente.
La actitud cerril de estos carcamanes de la política es verdaderamente suicida porque siguen negando la derrota política de 1989, la más grande de la historia argentina, cuando la mitad del país les exigió que se vayan y sin embargo, siguen tratando a 37 millones de personas con mezquina frivolidad y total desaprensión.

Un activo a mejor fortuna
Sin embargo y en medio del naufragio individual, la población argentina ha sabido replegarse, conservar sus garras y desarrollar una capacidad de adaptación que no tiene parangón con otros pueblos del mundo.
Muchas naciones más disciplinadas y aguerridas pero sin el instinto de improvisar sobre la marcha, hubiesen sucumbido o terminado en una sangrienta guerra civil.
Pero aquí sucedió lo inesperado, lo que no se encuentra en ningún manual de macroeconomía. Los argentinos sobrevivimos dolorosamente desplegando una brutal desconfianza hacia los gobernantes, hacia las leyes sancionadas por nuestro parlamento y hacia las sentencias de nuestros jueces. Por eso, hemos puesto fuera del alcance de sus codiciosa manos una impresionante masa de recursos apta para producir nuestra resurrección tan pronto como sepamos elegir bien y el nuevo presidente decida comprometerse con la verdad, cambiar las reglas para hacer política, introducir un giro copernicano en el sistema impositivo y laboral, obrar conforme con los criterios del bien común y liderar un proceso de cambio sin hacernos perder más tiempo del que llevamos consumido con tarambanas, delincuentes y necios.
En este balance de fin de año veamos cuál es el activo computable a mejor fortuna. El gobierno tiene depositadas reservas por 10.270 millones de dólares en el Banco Internacional de Pagos de Basilea, Suiza.
Ahora bien, cálculos muy precisos efectuados esta misma semana por el Indec y el Banco Central, determinaron que los argentinos en forma particular, tienen en los colchones, en cajas de seguridad, en la tubería del aire acondicionado o en la baldosa floja del patio de su casa, tres veces y media más dólares que estas reservas, primorosamente guardados con naftalina en bolsitas de polipropileno, para evitar la acción de la polilla o la humedad.
A finales del 2000 los dólares billetes en poder de residentes eran 21.207 millones, pero treparon aceleradamente a 28.076 millones durante 2001 como consecuencia de la desconfianza que inspiró el sistema bancario a raíz del corralito, el corralón y la total falta de reacción ética o jurídica de los bancos frente a la violación del Estado de derecho por los decretos de Duhalde que desconocían la validez de los contratos privados.
Un cálculo muy preciso ha podido confirmar que en diez meses del 2002 la persistente fuga de capitales de los bancos superó los 7.000 millones de dólares, con lo cual se ha llegado a una escalofriante cifra de 35.000 millones de dólares billetes, cinco veces más que todo el dinero circulante y los depósitos a la vista de bancos en el Banco Central.
Pero esto no es todo. Desde enero del 2002, mensualmente las exportaciones superan a las importaciones en 1.300 millones de dólares, lo que significaría un aumento del dinero atesorado por el Banco Central por 15.600 millones anuales.
La diferencia entre este importe, menos los pagos por deudas al exterior y menos el aumento real de las reservas, corresponde a los dólares efectivamente atesorados por los argentinos.
Hay que advertir que estos 35.000 millones de dólares billetes no incluyen los 120.000 millones colocados a plazo fijo o "money market" en bancos del exterior.
Estos siderales importes constituyen el pulmón extracorpóreo que ha hecho posible que Argentina no haya desaparecido de la faz de la tierra como nación organizada y haya podido soportar las más irracionales y necias medidas dispuestas por gobernantes que están poseídos por ansias de poder y una desmedida voracidad económica.
El balance del 2002 ha sido desolador, pero las posibilidades para el año que viene son milagrosas. De nuestra capacidad para elegir candidatos serios, inteligentes, responsables, honestos y dominados por una gran pasión de amor por la patria, depende que el milagro se concrete o se desvanezca como otras tantas ilusiones perdidas.


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