Año CXXXVI
 Nº 49.700
Rosario,
sábado  21 de
diciembre de 2002
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Un balazo en carne propia

Claudio Berón / La Capital

¿Será así el infierno? ¿Correrán de un lado a otro los hombres, las mujeres y los chicos? Preguntas para un día en el que el terror, lo imposible, fue real. De aquel día me quedó un balazo en la espalda y fotos fuera de foco.
El 20 de diciembre de 2001 había sido anunciado una semana antes por medio de malas palabras; hambre, comida, miseria, violencia, miedo. En las redacciones de todos los diarios se percibía ese clima y la televisión entregaba imágenes lapidarias, perversas, de fuego, piedras y balazos.
El verano cayó a pleno sobre los barrios más pobres y el fin de año se acercó con bronca. En Amenábar y Avellaneda los comerciantes estaban armados, como en otras esquinas, en otras cuadras. Los techos y las terrazas fueron improvisados miradores para cubrirse de los que venían a robar, "de los otros".
Pero "los otros" vivían ahí, compraban en esos negocios y contaban sus vidas detrás de los mostradores. Hasta ese día, en que los ojos fueron traicioneros y los brazos pegaron, buscaron comida.
Dos días de desbordes, de nervios en la Redacción del diario, de correr junto a los fotógrafos y rescatar la nota, la foto más jugada, el instante.
El 20 la ciudad fue una mezcla de curiosos, mujeres con las manos llenas de cajas, de felicidad pasajera, de periodistas, policías y saqueadores, todos en las calles calientes, en los pasillos con pocas entradas de las villas de emergencia.
La policía delimitó los barrios del sudoeste de la ciudad bajo zona de fuego. En los saqueos de 1989, los policías también entraron a las villas, pero en aquel año los balazos no tuvieron la precisión del 2001.
En Amenábar y Avellaneda, en la villa, viven albañiles, oficiales panaderos, sirvientas, chicos que no van a la escuela y otros que van, y también hay aguantaderos.
El mediodía de aquel martes la policía entró a punta de metralla. Los escuadrones coparon las calles principales, detrás de los escudos policiales asomaban los caños de las ametralladoras. Sobre las chapas rebotan los tiros y sobre los escudos las piedras.
Los cronistas se desplazaban detrás de las patrullas. Se cuidaban de las piedras cubriéndose con lo que tenían más a mano. Soy un cronista, y la historia de ese día está entre las casas de chapa; entre los que no miran por televisión, los que quedan siempre en medio de todo.
Entre el humo, la furia y los tiros, los hombres corren y las mujeres que mojan su cara para no llorar con los gases, y también corremos nosotros, los periodistas, que filmamos, preguntamos y escribimos.
Había terminado mi nota. Me despedí de los entrevistados, a quienes nunca volvería a ver, y salí de la casilla. De pronto un golpe seco me paralizó: una bala calibre 32 me perforó la espalda, los anónimos me ayudaron y los compañeros de los otros medios me rescataron. Una bala no es un gaje del oficio, es una rareza que nunca más debería repetirse.


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