| | Reflexiones Morirse lejos
| Gloria Galardón (*)
Nunca publicó sus novelas, decía que no confiaba en sus condiciones, ni en su percepción, ni en su sensibilidad, en realidad no confiaba en las de nadie, yo admiraba su inteligencia. Escribió muchas novelas, las escribió con el mismo ímpetu con que las rompió, y su única difusión aquí y en España fue la circulación de sus originales entre sus amigos. Enumeraba los pilares de la felicidad sobre los que construir el mundo de los personajes de ilusión. A saber: un país ordenado y exitoso; una familia ordenada, exitosa y amorosa; una vida ordenada, exitosa, amorosa y larga para poder disfrutar de lo conseguido. Lo conseguido con perseverancia de estoico: el montón de bondades trabajado de sol a sol. Con esos pilares hay que armar la novela. "Nos tiene que reflejar", nos pone orgullosos la organización y el éxito, ambos adobados con unas pizcas de amor. Somos buscadores de esas alegrías. Todo el tiempo nos deslomamos por eso. Mi amigo Ignacio Galarza, que murió con poco más de cincuenta años, "a los cincuenta años ya no hay posibilidad de ser un cadáver bonito", a la salida de un subte en Madrid, infartado, hace muy pocos días, fue el amigo que tuvo que irse, que volar de Argentina, de Rosario. Huyó de Rosario apenas empezaba el 83, porque en el 83, cuando las calles se veían con un tránsito más normalizado: casi sin requisas, sin colectivos parados por control de documentación, sin cortes en las esquinas para revisar los edificios de las manzanas; las fuerzas de seguridad mataron a un compañero suyo en el bar que frecuentaban. Pero como esas noticias ya no tenían la frecuencia de antes, como ya no asustaban igual, se ponían nuevas plantas en los balcones, se alimentaban palomas en las plazas, hasta mucho más tarde se tomaba cerveza en las veredas: "Ahora podemos!", se decía con sonrisa más distendida, hay nuevo permiso oficial. Como el que busca el sol después de un oscuro invierno y guarda la ropa que se lo recuerda en el fondo del placard se guardó la montaña de desquicio acumulada, disimulando su peso y su tamaño , para pasar hablar de lo siguiente, de lo que se avecinaba, de los políticos y sus iluminadas propuestas. Mi amigo se fue, huyó, dijo que para hablar de las aguas más turbulentas del río Paraná en las que ya nadie quería meterse -convenía relajarse en la orilla menos peligrosa- elegía Madrid, "de lejos los veo mejor". Durante diecinueve años nos siguió, siguió nuestras fiestas democráticas, los días de asunción, la emoción en la multitud de banderas, los papelitos como flores arrojados desde los balcones, pendientes del porvenir, sólo conservábamos de nuestra historia la escarapela sobre el pecho palpitante, y nuestras últimas terribles sorpresas: ¿pero cómo? ¿No es posible! ¿Qué hicimos mal? Su hijo Bruno lo reconoció, cuando bajó del tren siguiente y subió a la boca del subte vio el libro sobre la manta que cubría el cuerpo, reconoció el libro, era el libro que había visto leer a su padre durante los últimos días. Esa obstinación de mi amigo Ignacio Galarza por los escritores latinoamericanos, esta vez era Jorge Amado el que lo traía de vuelta aquí. (*) Novelista
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