Cuando alguien pronunció el apellido Maximino, Carlos se estremeció. De pronto en su cabeza comenzaron a agolparse los recuerdos, imágenes y palabras, muchas palabras, hasta que de pronto se dio cuenta. Sentada, frente a él estaba la madre del joven donante del riñón que le había salvado la vida hacía ocho años.
Convocados por los doctores Mario Perichón y Osvaldo Rodenas, Carlos Klanjscek y Olga Maximino habían concurrido al Hospital Centenario para participar de una reunión destinada a la construcción de un lugar que sirviera de alojamiento a familiares de pacientes trasplantados. Fueron cada uno por su lado, sin saber que aquel día se tornaría inolvidable.
Carlos sintió el fuerte impulso de decirle a Olga lo que había descubierto. Pero acalló sus deseos porque reaparecieron antiguos temores que tantas veces le habían impedido averiguar sobre el origen del riñón. Temía recordar este dolor a la familia del donante. Al finalizar la reunión esos miedos se desvanecieron y con delicadeza extrema se acercó a Olga. Susurrando, le dijo: "tengo el riñón de su hijo".
El impacto fue inmediato. Olga intentó decir algo pero le ganaron las lágrimas, mientras Carlos no se cansaba de agradecer la acción humanitaria de Olga, que sobreponiéndose al dolor, supo ser solidaria.
El abrazo entre lágrimas demostró los sentimientos de ambos. Olga accedió a poner sus manos sobre la cicatriz abdominal de Carlos, que evidenciaba la recepción del órgano, y embriagada por la emoción, le pidió que no le agradeciera, y que todo era obra de Diego. Lo único que pedía era que lo recuerden en sus oraciones. A él le debía la vida.
Unos años antes
En ese momento los recuerdos tomaron vida. Carlos revivió aquel 30 de noviembre, a las 7 de la tarde. Estaba recostado, los dolores lo obligaban a descansar a pesar de su temperamento activo. A su lado, en la habitación, su esposa, con el ceño fruncido, rezaba a la Virgen de Guadalupe. La campanilla del teléfono los sobresaltó. "Venga para aquí, tenemos el riñón", se escuchó del otro lado. Esta frase del doctor Héctor Sarno, largamente esperada durante cuatro años, encendió la esperanza. No faltaron minutos para que el matrimonio estuviera en la calle rumbo al sanatorio, donde los especialistas esperaban a Carlos para realizar el trasplante de riñón.
Carlos, de 42 años, trabajaba junto a su esposa Angela detrás del mostrador de su pequeño almacén ubicado en un barrio rosarino, para alimentar a sus hijos, Alejandra y Mauricio. Con ese emprendimiento, los Klanjscek intentaban sortear las dificultades económicas luego de que el jefe de la familia había obtenido una jubilación por invalidez a raíz de la diabetes insulino dependiente que padecía.
La enfermedad comenzó a perjudicar el funcionamiento de los riñones y junto con ello disminuían los glóbulos rojos. El cansancio cada vez era mayor. Se agitaba al caminar y no resistía más de dos cuadras. Ya no podía levantar los cajones del almacén ni someterse a un trabajo pesado. A pesar de que su estado se agravaba, Carlos no se desesperó. Por el contrario, desde el primer momento fue optimista movido por sus incontenibles ganas de vivir.
Los médicos le recetaron diálisis. Durante dos años y medio pasó tres veces por semana, cuatro horas, dializándose. Por entonces se hablaba de los trasplantes que se hacían en Francia. Todavía era una práctica lejana. En una oportunidad se hizo un listado de las personas que necesitaban órganos y Carlos quedó en el 17º lugar. Pero esto no lo inquietó. Sabía que de alguna forma se curaría. Esta confianza, fundada en su profunda fe, lo llevaron a entrar serenamente en el quirófano, donde le realizarían la esperada intervención.
En otro lugar del país
Olga sintió una profunda conmoción cuando se dio cuenta que frente a ella, en el cuerpo de Carlos Klanjscek, había un trozo de su hijo. El encuentro fue shoqueante, y luego de algunas horas trajo a su memoria aquella triste madrugada del 29 de noviembre cuando ella y su marido recibieron la peor noticia de sus vidas. Habían encontrado a su hijo Diego, de 15 años, con una bala en la cabeza. Un accidente había terminado con su juventud.
Los Maximino vivían en una pequeña vivienda en la ciudad de Casilda. Con cinco hijos, Olga desplegaba una intensa actividad en la Municipalidad, junto con su esposo y compañero incondicional, Carlos Maximino. Aquella noche trágica, el tercero de sus hijos fue trasladado de urgencia al Hospital de Emergencias Clemente Alvarez. Los médicos diagnosticaron "muerte cerebral" y le explicaron que en estas circunstancias se podían donar los órganos. Aferrada a su marido, Olga apretó sus manos contra las de él y juntos, con los ojos arrasados, asintieron a la propuesta. "Una luz hizo que dijéramos que sí", recuerda Olga.
Rápidamente comenzó el operativo que llevaría los órganos a los receptores. Mientras, personal del Cudaio se ocupaba de escuchar a estos padres generosos, y de explicarles qué iba pasando con su hijo. Luego de una larga espera, les confirmaron que Diego había donado las córneas y los riñones a cuatro receptores. Si bien los demás órganos estaban en perfectas condiciones, no se extrajeron por no haber hallado personas compatibles para recibirlos.
Sentados en una sala del hospital, mientras los delantales blancos de los médicos se agitaban a su alrededor y los camilleros corrían, Olga y su marido absortos derramaban lágrimas de desconsuelo recordando a su hijo adolescente. De pronto, Olga apretó el brazo de su esposo y mirándolo recordó que si bien Diego era "un vago de siete suelas", como dice sonriente, era un chico solidario. "Todos los días pasaba por el geriátrico para visitar a los viejitos y sabía qué tema le interesaba a cada uno".
Sin embargo, con el tiempo, Olga recordó que en una oportunidad, mientras acomodaba los platos en la cocina, Diego (entonces con 12 años), le preguntó si ella estaría dispuesta a donar los órganos, ante lo cual ella asintió, no sin antes retrucar con otra pregunta "¿y vos?". "Yo también mamá", fue la inmediata respuesta. Hoy revive este momento con emoción y si bien al hablar de su hijo saltan las lágrimas, estas no son de angustia, porque en ellas se mezcla el dolor y el agradecimiento, además de la alegría de saber que la muerte de su hijo dio la posibilidad de vivir a otras personas.
Volver a vivir
Al llegar al sanatorio Carlos fue dializado por última vez y luego de despedirse de su esposa, con una mirada de confianza, fue trasladado al quirófano. Allí observó el reloj, marcaba las 12.30. Cuando volvió a abrir los ojos las agujas del reloj señalaban las 7 de la mañana del 1º de diciembre de 1993.
Carlos quiso hablarles detrás del vidrio a su esposa y a su hija que lo observaban con una amplia sonrisa, pero no pudo. Se dio cuenta que tenía puesto un respirador, entonces recordó que acababa de ser transplantado. Se sentía muy bien y el nuevo riñón comenzó a funcionar perfectamente desde el primer momento.
A los pocos días estaba en una sala común y una semana más tarde había retomado su vida cotidiana, pero sin diálisis, ni las innumerables molestias que causaba la disfunción renal. Y, sobre todo, con las esperanzas de muchos años de vida junto a su familia.
Esta historia sucedió hace ya 9 años. Desde entonces Carlos acude a los médicos por una revisación cada seis meses. "Gracias a esto (dice mientras señala la cicatriz), hoy estoy vivo".
Sin encontrar palabras, Carlos no halla la manera de manifestar lo que agradece el gesto de amor de Olga y su esposo. Este riñón le permitió ver crecer a sus hijos, acompañar a su esposa, seguir aprendiendo y trabajando.
Pero quizá como una forma de agradecimiento, hoy colabora con Aerytro, (Asociación de Enfermos Renales y Transplantados de Rosario) con el fin de mostrar con su vida la importancia de la donación de órganos.
Con ese afán sincero de gratitud, desde el primer momento quiso saber quién había sido la persona que le había dado la oportunidad de seguir con vida. Por algunos datos y guiado por la intuición recortó la noticia de aquel día donde relataba un accidente sucedido a un joven casildense. El encuentro posterior en el Hospital Centenario le dio la oportunidad de agradecer a la responsable de su felicidad actual.
Decisión consoladora
Recomponer la familia no fue fácil. La tarea de Olga todavía no concluyó. La posibilidad de donar los órganos de su hijo fue una de las herramientas que la ayudaron a elaborar el duelo por la pérdida. Pensar que otras personas estaban vivas, la consolaba. Sin embargo, esto no motivó que deseara conocer a quienes vivían con los órganos de su hijo. Temía volver a involucrarse con el sufrimiento.
Luego de dos años de la muerte de su hijo, Olga se acercó al Cudaio para colaborar. Además creó el Centro Permanente de Donantes en Casilda, donde los interesados pueden requerir información sobre el tema. Al principio fue difícil. Cuando comenzó a hablar del tema las imágenes volvían a su mente y aún le parecía escuchar el respirador...
Actualmente da charlas en las escuelas y adonde la llaman para contar su experiencia. En una de ellas una madre replicó su exposición diciendo que no podría soportar que le devuelvan el cuerpo de su hijo "descuartizado". Sobreponiéndose al dolor, Olga le explicó que al realizar las ablaciones los médicos tratan con sumo respeto al cuerpo. Comentó que a Diego lo había recibido en perfectas condiciones, le habían practicado una cirugía y quien no sabía no podía darse cuenta que le habían ablacionado los órganos.
El día del encuentro con el receptor del órgano de su hijo, Olga tuvo la oportunidad de ver realizado el "milagro". Nadie podía sospechar que la injusta muerte de un chico de 15 años podía dar vida a otros que luchaban contra una enfermedad terminal. Pero esto fue lo que realmente sucedió.