| | Por la ciudad Una fiesta que debe recuperar su magia
| Adrian Gerber / La Capital
No puede seguir así, va de mal en peor. Ahora que la Fiesta de Colectividades está terminando vale la pena reflexionar sobre el proceso de deterioro que viene sufriendo año tras año. La magia que rodeó a este festejo en sus orígenes, hace ya 18 años, se viene desvaneciendo a medida que se fue instalando, cada vez con más fuerza entre sus organizadores, una lógica estrictamente comercial. Así la fiesta se degradó hasta en su estética. Banderas de publicidades de gaseosas y cervezas tapando hasta la cartelería de las propias colectividades. Mesas de promoción de medicina prepaga en medio de los stands. Un tráiler de una marca de helado en el corazón del predio. Puestos con computadoras que ofrecen tirar las cartas de tarot. Y un enorme camión de la provincia de Córdoba en la entrada de la Feria promocionando el turismo y el Toto Bingo; todo al ritmo del cuartetazo y a un volumen infernal. Estas y otras imágenes que se pueden ver en esta edición de Colectividades, son sólo algunas señales de la decadencia que viene padeciendo. Y la crítica no debe pasar, sin embargo, por impugnar la pretensión de las colectividades de que el evento sea lucrativo. Están en su derecho de que sea así, y hasta muchas financian gran parte de sus actividades de todo el año con lo que recaudan estos diez días. Pero justamente el cuestionamiento pasa porque se redujo sólo a eso, a un evento casi exclusivamente comercial, cuando debería ser un encuentro cultural. A la Fiesta de Colectividades hay que recrearla, reanimarla. No puede ser que todos los años sea una repetición monótona y rutinaria de stands pocos creativos y tablones con pizarras de comidas donde la única novedad pasa por averiguar a cuánto cotiza la paella. Cada colectividad debería mejorar la puesta en escena de su stand y ofrecer no sólo un menú gastronómico, sino -y por qué no- de cine, video, música y libros. También deberían brindarse charlas sobre su país de origen, y sobre la historia y presente de esa comunidad en la Argentina. Claro que muchas colectividades hacen un esfuerzo enorme para poder estar presentes, pero con voluntades individuales no alcanza. Incluso, hay varias comunidades importantes que ya ni siquiera participan del evento, como la vasca, judía, valenciana y alemana. Los organizadores (entre los que se encuentra el Ente Turístico Rosario) además de preocuparse por comercializar la feria, deberían aguzar su ingenio para enriquecerla todos los años con atractivos nuevos. Tiempo no les falta, tienen todo un año para planificarla. También se podría convocar a creativos, artistas y gente de la cultura local para que asesoren y aporten sus ideas y propuestas. Pero mientras se abre un debate público sobre el futuro de esta fiesta, al menos deberían respetar una ordenanza aprobada por el Concejo en el 99, que dispone que como mínimo un 30 por ciento del espacio físico de cada stand debe estar destinado a actividades culturales, no gastronómicas. Incluso esta norma -que fue impulsada por el entonces edil Juan Giani- obliga a programar cinco mesas redondas sobre la historia y la vida cultural de cada colectividad y a distribuir volantes explicativos que contenga información de cada una de las comunidades. Pero nada de esto se cumple. A este paso, y si no hay reacción, la feria se irá despoblando lentamente -fenómeno que se viene observando en las últimas ediciones- y continuará perdiendo atractivos. Rosario no se puede dar el lujo de permitir que la fiesta autóctona más popular de la ciudad se desnaturalice y se termine transformando en una mera máquina productora de dinero. Una máquina que más tarde o más temprano, si sigue por este camino, dejará de funcionar y hasta ni siquiera será rentable.
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