Antonio Margariti
La terminación del puente puede indicar la fecha fundacional de un nuevo país. Rosario es el centro geográfico de la Pampa Húmeda, una de las tres regiones más ricas del mundo (junto a las praderas americanas del Far-West y las tierras negras de Ucrania), con 600 mil kilómetros cuadrados de tierra que no necesitan subsidios para ser productivas. Pero era un centro desconectado del espacio que lo rodeaba, porque los gobernantes nunca le permitieron alcanzar el límite de su circunferencia. Siempre fuimos un punto aislado: el puerto desmantelado en 1947; el aeropuerto segregado; la autopista con Córdoba trabada; el núcleo ferroviario que tenía en Pérez el taller más importante de Sudamérica, vendido como chatarra; y un sistema bancario dependiendo de funcionarios que ocupan oficinas con vista a Puerto Madero. Rosario fue relegada y el país se hizo a imagen de Buenos Aires: con el auge del contrabando, con la especulación financiera, con el gasto público volcado a raudales para opulencia de la ciudad autónoma y con un fabuloso sistema de accesos que sólo sirve para que los porteños viajen desde el centro hacia sus countries y barrios cerrados. Si Rosario hubiese sido la capital del país, Argentina se habría construido de otra manera: en base a la producción de la tierra, a la exportación de los frutos producidos por la mano del hombre y al progreso conseguido con el propio esfuerzo sin depender de acomodos, coimas ni corrupción. Por eso, si el puente a Victoria se termina y se une con el puerto de Rosario gerenciado por la gente de Tarragona, si se acopla con un renovado aeropuerto internacional, si se integra con autopistas a Córdoba y Santiago de Chile, y si se estructura un núcleo ferroviario, entonces significará el comienzo de un nuevo proyecto de país: la Argentina del propio esfuerzo, de la riqueza real producida por la tierra y del sentimiento solidario de amor a la patria que no se puede lograr con la especulación financiera ni con la prebenda del cargo público.
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