Jorge Sansó de la Madrid / La Capital
Santa Fe. - La inusual rapidez con que Juan Pablo II aceptó la renuncia del arzobispo Edgardo Storni demuestra que la decisión política en el Vaticano estaba tomada hace tiempo, pero también que no sería casual la aparición -en un libro- de la historia mejor guardada por casi una década. Lo que se pudo cajonear desde 1994 no podía continuar guardado bajo siete llaves, porque la misma Santa Sede ya había tomado la determinación de no continuar escondiendo las denuncias de escándalos sexuales que le explotaron en Estados Unidos, y que le generaron una millonaria fuga de divisas en juicios irremediablemente perdidos. Por este cambio en la política de la Iglesia, Storni estaba condenado a caer y de nada valieron sus contactos de años de poder, con que desde 1983 construyó una fuerza política paralela al Estado y con absoluta impunidad contra aquellos, sacerdotes o laicos, que osaran disentir y que se vieron confinados al destierro o al silencio. Lo que la impunidad pudo silenciar estalló ahora, cuando desde el más alto poder eclesiástico se resolvió soltarle la mano para que se defienda no sólo ante la justicia de Dios sino también de la de los hombres, provocando la gran epopeya de los católicos que se encargaron por todas las maneras posibles de decirle a su Iglesia que Storni ya no podía continuar siendo su pastor. Por eso, de nada valió la retractación arrancada al padre José Guntern, ni el silencio que quizo imponer a testigos clave, o los últimos intentos por cambiar la historia judicial al anunciar que se colocaba a disposición del juez, y ante el primer traspié utilizar una chicana legal para no pisar los Tribunales frente al terror que le supone estar ante los periodistas. Al margen de este dato, que vale como primera evaluación de un proceso que marcará un punto de inflexión en la Iglesia Católica de Santa Fe, no menos importante es la señal que envía el Vaticano al designar a un hombre que representa la antítesis de Storni, que no sólo admira en el recuerdo a monseñor Vicente Zazpe sino que es amigo dilecto del también fallecido padre Edgardo Trucco. "La verdad es lo único que nos puede hacer libres", no se cansó de repetir ayer Moisés Julio Blanchoud, un cura gaucho, como lo llaman en el barrio Barranquitas donde todas las mañanas se lo puede ver escoba en mano limpiando su humilde vivienda y la congregación de las Carmelitas Descalzas, de la que es su capellán. Querido por la barriada, y admirado y reconocido por sus pares, es indudable que su ingreso al Arzobispado es como una bocanada de aire fresco que ofrece la posibilidad de un profundo cambio en la pastoral de la Iglesia santafesina, a tono con lo que desde hace largo tiempo reclama la gente, seguramente con una política de puertas abiertas y de diálogo.
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