El embarcadero de la laguna de Herradura, mirándolo desde el alto terraplén costero, aparece cercado por enormes camalotes; el embarcadero es apenas una angosta empalizada de madera que se adentra en las quietas aguas, muy cerca de la ciudad de Formosa.
Sin embargo, si el viajero no supiera de esa cercanía urbana, la espesa vegetación de floresta, el silencio del mediodía y el sol pegando fuerte remitirían a paisajes lejanos y salvajes.
Chivo, un correntino del barrio de Camba-Cúa, es quien maneja la lancha que empuja el camalotal. Y mientras la embarcación busca aguas abiertas el guía explica que el nombre de esa laguna que desemboca en el río Paraguay se debe a la forma de su cauce.
Ahora, la lancha se desliza velozmente por la gran laguna, en cuyos riachos interiores se capturan desde surubíes y dorados hasta pacúes, bagres y la codiciada corvina blanca de río. Pesqueros vírgenes que asombran a los deportistas del silencio.
Desde el monte profundo sale el grito de un tero y entre los pajonales de la costa un par de pescadores se bambolea sobre un bote. Y es allí, camino al río Paraguay, cuando Formosa se convierte en un gigantesco parque natural.
La estancia de los Cid
Chivo, que también arregla motores en el camping de Herradura, se reconoce como un fanático cazador de palomas y torcazas. De pronto el guía interrumpe el relato, aminora la marcha y enfila hacia las orillas coloradas de la estancia de los Cid. Allí es preciso empujar la embarcación, fondearla sobre la tierra y subir por una empinada escalera de hormigón.
El parque de la estancia es un derroche de crotones rojizos y plantas tropicales. En el medio se levanta la casona que perteneció a los Dos Santos, una tradicional familia paraguaya, en la que se mezclan los estilos colonial español y criollo.
Pero es Clarita Cid, la dueña actual, la encargada de relatar que esta casa se construyó hace 50 años sobre 20 mil hectáreas, de las cuales les quedaron 2.600. La casona tiene techos altísimos y a dos aguas, y muebles antiguos y oscuros.
Sobre los sillones, apoyadas como al descuido, hay varias pieles de animales pero ninguna tan bella como la de un enorme tigre, felino que merodea la zona y pesa entre 150 y 180 kilos.
Las habitaciones son amplias y austeras, y los Cid se dieron el gusto de ampliar el tamaño de las ventanas originales, que se ven extrañamente bajitas, para observar la laguna desde la cama.
La estancia está abierta para los que quieran experimentar el verdadero turismo de aventura. El lugar no es para viajeros exigentes, sino para personas que buscan establecer un contacto directo y armónico con la naturaleza.
En los muros de la casona, bajo una galería poblada de helechos y malvones, la enorme inundación de 1983 dejó su marca. De aquellos días todavía se recuerda que algunas pertenencias fueron protegidas sobre tambores, pero igual se registraron grandes pérdidas porque el agua permaneció cerca de un mes dentro de la casa y tres en los campos.
Los que habitualmente llegan a la estancia de los Cid son los pescadores, que ocupan la llamada "casita de atrás", una pequeña construcción rodeada de árboles frondosos. Junto a ella hay un horno de barro donde se cocinan dorados y corvinas.
Al atardecer Chivo empuja la lancha y un par de lobitos de río se escabuyen, asustados, entre los matorrales. Desde lo alto la mujer saluda; la rodea el perrerío de la estancia y su mano acaricia al preferido, el boxer Osama.