"Masturbarse es hacerse justicia por propia mano", rezaba un inolvidable graffiti que, estampado sobre la fachada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Rosario, proclamó durante cierto tiempo la singular agudeza de un verdadero "fénix de los ingenios" del muro, obviamente anónimo.
La sagacidad de la observación era doble, ya que no sólo remitía al derecho que "en-última-instancia" podemos ejercer los seres dotados de imaginación, para hacernos justicia y aunque más no sea a través de la fantasía, enmendar los rigores de una realidad que incansablemente contradice la perentoriedad y la infinitud de nuestro deseo sino que aparecía -rutilante, como el sagrado rótulo impreso en el frontispicio de un templo antiguo-, en el mismísimo templo del saber donde, si algo se propugna, es la supresión de la "justicia por propia mano", como un hábito bárbaro destinado a ser suplantado por esa otra instancia superior, que sería la justicia en-manos-de-una-sociedad-organizada.
Recuerdo el episodio, primero porque la ocurrencia me sigue pareciendo encantadora, pero también porque en la compleja articulación entre lo privado y lo público, entre la manifestación artística y su resonancia social, o entre el derecho a expresarse libremente y la prerrogativa grupal de regular -y hasta de neutralizar, si fuera necesario- los alcances y las consecuencias indeseables de esa misma libre expresión, recientemente habría sido censurada en el Museo Castagnino, una obra del autor León Ferrari, en la que el primer plano de una mano femenina en trance de estimular su propio sexo -figura tomada de una estampa del grabador japonés Kitagawa Utamaro-, se combina con la inscripción en escritura Braille de aquella inmortal premisa que Jesús le transmitiera al escriba que capciosamente lo interrogaba (Marcos, 12, 31), de "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".
Y si la combinación de semejante imagen con semejante texto, en un análisis superficial podría leerse como en extremo irreverente -y desde ya, inserta en esa heroica cruzada que León Ferrari viene librando desde tiempo atrás contra el fariseísmo institucionalizado-, creo que la seriedad de la propuesta merece cuando menos un tratamiento más minucioso, habida cuenta de que está muy lejos de agotarse en la frivolidad de un discurso meramente irritativo.
Y no solamente porque la estampa de Utamaro -refinadísima-, sea más bien un racimo de grafismos cuasi abstractos que "ondulan como tentáculos de medusa" -la expresión fue aplicada por un crítico a un dibujo de Ingres, pero creo que en este caso resulta igualmente oportuna-, o porque la majestad de la cita bíblica, en su prístina pureza pre-institucional, resulte casi imposible de ser mancillada por el sarcasmo.
Creo que el auténtico meollo de la formulación de Ferrari radica en la sugestiva contraposición entre lo visual y lo táctil, como si la visión -el sentido más desorbitadamente excitado de nuestro tiempo-, sólo pudiera conectarnos con la congelada imagen de una práctica masturbatoria -¿o el hipnótico monólogo frente a la pantalla del ordenador no se ha erigido en el más perverso de los onanismos contemporáneos?-, en tanto que sólo los ciegos -no sé por qué pienso en la última película del director inglés Stanley Kubrick "Ojos bien cerrados"-, podrían capturar, mediante el ejercicio del tacto -o de la caricia-, la profundidad de un pensamiento abstracto tan decisivo para el destino del género humano, como el que encierra el mandato bíblico.
Porque si de auto-satisfacciones se trata -y de devaneos fantásticos, intransferibles y secretos cuyo objetivo último es "enmendar los rigores de una realidad que incansablemente contradice la perentoriedad y la infinitud de nuestro deseo"-, también el goce estético participa de cualidades semejantes, y no por eso hemos de desconfiar de todo poema, de toda pintura, de toda música...