Para saber lo que ocurre en el bar El Hornero hay que esperar la puesta del sol y la incierta hora del crepúsculo. En ese preciso momento se encienden los leños del fogón y también las estacas que flanquean el camino hacia las cabañas. Las estacas sostienen un frasco con querosene y una mecha que larga una llama pequeña, que en la oscuridad de la noche le marca al visitante el camino hacia el descanso. Entonces queda más claro para qué sirven las linternas. Alguien explica que la ceremonia del mate cocido es una tradición heredada de los guaraníes, un pueblo que llegó a este lugar buscando la mítica "tierra sin mal", una de sus tantas creencias mesiánicas. El grupo rodea el fogón y mira sin perder detalle los preparativos de la ceremonia, como si estuviera frente a un santuario. El azúcar comienza a quemarse lentamente en una olla y su crepitar se confunde con el canto de los grillos. Después el agua estalla con fuerza y la yerba despide un aroma dulzón. En El Hornero se comparten las anécdotas de las caminatas diurnas y se organizan las nocturnas, emocionantes expediciones que se adentran en el misterioso mundo del tajamar. Al tajamar hay que llegar silenciosamente y acomodarse en el mirador oculto por la fronda. Y esperar el vuelo suave de los colibríes de garganta blanca y del martín pescador, habilísimo para zambullirse y atrapar peces. Y aprender a escuchar el cloqueo del surucua, un pájaro de la aristocrática familia de los quetzales, que muy pocas veces se deja ver.
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