Año CXXXV
 Nº 49.598
Rosario,
miércoles  11 de
septiembre de 2002
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Un país que oculta su temor e intenta reflejar optimismo

Ricardo Luque / Desde Nueva York

Un frío helado recorre el espinazo de Estados Unidos cada vez que las noticias agitan el recuerdo de la tragedia del 11 de septiembre. Aunque lo nieguen, esa asoleada mañana de verano los norteamericanos recibieron un golpe del que no se recuperarán sin dolor. La gente, sin embargo, se empeña en endurecer el rostro en una sonrisa con la que pretenden convencer al mundo de que, pase lo que pase, siempre serán los dueños del futuro.
Quedaron atrás los días en que cada gesto, cada rostro extraño, eran motivo de inquietud. No obstante, el primer aniversario de los atentados volvió a alimentar la sospecha, y en los lugares que se imaginan como posibles blancos del terrorismo se padece una muda ansiedad. Y eso es así simplemente porque nadie quiere admitir que desde los ataques se vive con miedo. Pero es así.
No es algo que salte a la vista, ya que se cuidan bien de guardar las apariencias. Pero si se escarba un poco, si se busca bajo la superficie, los temores salen a la luz. Porque, por mucho que se esfuerce en ocultarlo, la gente común, esa que creció creyendo que bajo el cobijo de la bandera de Estados Unidos no corría ningún riesgo, se dio cuenta que es vulnerable.
Pero la vida sigue adelante y, como les gusta decir a los norteamericanos, el show debe continuar. Y escarbar en el pasado, más si es reciente, si todavía duele, es una tarea difícil. En las vísperas del aniversario del 11 de septiembre los sentimientos que con tanto celo habían intentado ocultarse resurgieron con profunda intensidad, y, como una horrible pesadilla, las imágenes que se habían querido olvidar volvieron a perturbar el sueño americano.
Los aniversarios hacen retroceder el reloj psicológico. Lo que parecía muerto y enterrado vuelve a la vida, obligando a enfrentar situaciones que se preferiría evitar. En las calles, en las oficinas, en las tiendas y, sobre todo, en los aeropuertos, el recuerdo de los ataques terroristas cobran una nueva dimensión. Pero la realidad no deja margen para detenerse a pensar. Al menos esa es la excusa que ponen los norteamericanos cuando eluden hablar de las consecuencias que trajo para la vida cotidiana la irrupción del terrorismo en EEUU. Prefieren hablar del futuro.
Su esfuerzo por mantener inalterables sus sonrisas de vendedores de autos usados choca contra la realidad. Porque, frente a la amenaza que representa Al Qaeda, su optimismo luce falso. Basta que una moneda olvidada en el bolsillo del pantalón haga sonar la chicharra del detector de metales en un aeropuerto para revivir los fantasmas del del 11 de septiembre. Una herida abierta que se resiste a cicatrizar.


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