Fernando Gabrich / La Capital
Tommy Haas acaba de enviar la pelota afuera. Cañas cae desplomado de la alegría sobre el ardiente cemento de Toronto. Suena el teléfono del departamento. "Viste lo de Cañas, es un grande", exclama mi hermano detrás de la cordillera. Hablamos un rato sobre el partido y otros menesteres. Los elogios no paran. Cuelgo, salgo para el diario y en el ascensor me encuentro con el portero. "Estos pibes argentinos si que nos hacen quedar bien", dice con orgullo Juan. Asiento con la mirada y bajo. Me dirijo al taxi porque ya es demasiado tarde para esperar el colectivo y en la redacción no es bueno hacerse rogar. El tachero me hace señas desde el bar de enfrente. "Disculpá, es que me enganché con el tenis", balbucea a las corridas. Me subo y la charla continúa. El hombre, que no parece un experto en la materia, empieza a hablar. Y nombra a Nalbandian y la proeza de Wimbledon, a Gaudio, a Chela. Y por supuesto a Cañas. "Además eliminó a los dos rusos que enfrentaremos en la Davis", cierra el discurso con el semblante en alza. ¿Quién lo hubiera dicho? Hoy, y sin entrar en comparaciones odiosas, el tenis se ha convertido en ese deporte que da orgullo seguirlo a la distancia, como a aquellos futbolistas que triunfan en Europa. Hoy, los Cañas y compañía no le temen a nadie y pueden ganar en la superficie que sea. Ayer, Guillermo Cañas hizo poner de pie a todos los presentes en el court central tras derrotar en tie break al tercer preclasificado, el alemán Tommy Hass. Y también lo hizo el jueves cuando vapuleó a Kafelnikov (5) y el viernes cuándo le pasó el trapo a Safín (2). También fue elogiable lo de Nalbandian, que llegó a cuartos tras eliminar el inglés Henman. Pero la cosa va más allá de Toronto. Están frescos en el recuerdo los días de Wimbledon, los triunfos en España, Estoril, Chennai, Polonia, etc, etc. En épocas tan duras, el tenis se ha convertido en un motivo de charla familiar. La legión argentina que se forjó a base de esfuerzo individual, hoy es capaz de brindar un pequeño momento de alegría. No es grande, pero sirve y ayuda. Porque llega en tiempos donde el orgullo y la esperanza están bajo el síndrome de la devaluación.
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