Fernando Toloza / Valeria Krupick
Antonio Negro Cortez trabaja desde los 13 años en el teatro. Se inició en Buenos Aires en la época de gloria de la revista en el teatro El Nacional y a principios de los 60 desembarcó en Rosario para darle el gusto a su hermana, que vivía en la ciudad y le insistía con que se viniese para la Cuna de la Bandera. Al final lo hizo y llegó para cubrir una vacante en El Círculo. El medio porteño lo miró con asombro por su decisión, pero el Negro no se inmutó y puso la misma pasión en su nuevo hogar. Sin embargo, tardaría más de una década en encontrar su verdadero lugar, el Auditorio Fundación Astengo, donde hoy sigue trabajando. Por la sala de la calle Mitre, Cortez vio desfilar y compartió la amistad de los grandes de la escena nacional e internacional. Su oficina de trabajo en el teatro es un museo vivo de fotos de los visitantes famosos de Rosario y hay quienes quieren convencer a Cortez para que organice con ellas una exposición, pero él, por ahora, prefiere mantenerlas en la intimidad de su cuarto. -¿Cuándo empezó a trabajar en el Auditorio Fundación Astengo como maquinista? -Estoy hace 21 años en la Fundación Astengo, y antes estuve 18 años en El Círculo. La verdadera denominación del oficio que yo desempeño es tramoyista, pero no sé por qué se cambió y se nos llama maquinistas. -¿En qué consiste, entonces, ser tramoyista? -Consiste en todo lo que se realiza dentro del escenario para montar una obra: la escenografía, los armados de distinto tipo, tanto para un concierto como para una obra teatral. -¿Con quién aprendió el oficio? -Empecé en Buenos Aires a los 13 años. Atendía un quiosco de diarios en Montevideo y Corrientes en el turno noche. En aquella época era un lugar tradicional de la gente de la cultura y la gente de los teatros me compraba el diario a mí. Una noche, un señor italiano del teatro de revista El Nacional me ofreció ir a trabajar con él. Pasó un año hasta que acepté. Fui con la intención de ver y una vez que entré en el teatro, ya no salí nunca más. -¿Nunca se aburrió? -No, es un trabajo atrapante. Cuando yo entré se trabajaba en alpargatas y había un dicho famoso: si gastás las primeras alpargatas, no te vas más del teatro, a pesar de que no es un trabajo fácil. -¿Por qué se vino a Rosario? -Fue por los 60. Por esa época yo acompañaba las giras de elencos teatrales por el interior y tenía una hermana que vivía acá. Me empezó a decir que se sentía sola y me pedía que me viniera a vivir a Rosario. Un día se enteró de que había una vacante en el teatro El Círculo, y tanto hizo mi hermana que me vine. -¿Siempre trabajó en el teatro comercial? -No, para nada. Para mí, los mejores trabajos que realicé los hice con el teatro vocacional de Rosario, por la singularidad de los lugares donde se montaban las obras. Me acuerdo de "El abanico de Goldoni", con Carlos Serrano, en el teatro Caras y Caretas. Tuve que hacer un trabajo increíble porque los espacios en ese teatro son muy estrictos y había un elenco enorme. Me encantaba trabajar con Serrano porque era muy inteligente y una persona muy positiva: si te pedía algo era porque se podía hacer. -¿Y trabajó con Arteón? -Sí, por supuesto. Allí estuve, en la calle Laprida 555, con "Stéfano", de Armando Discépolo. Néstor Zapata era el director. Quizá me equivoque, pero el teatro no volvió a alcanzar el nivel de Arteón o el de Carlos Serrano, al menos de lo que yo he visto. Despertaban una gran expectativa que después el teatro vocacional no volvió a conseguir. -¿Alguien ganaba plata? -No, muy poca (risas). No estaba dentro de la idea ganar plata; lo que importaba era la voluntad de hacer cosas. Ahí podías ser más creativo. En mi campo no era lo mismo trabajar en un teatro, preparado para el espectáculo, que trabajar en otro ámbito donde por ahí había una columna o una ventana y vos con la escenografía tenías que evitarlas. -¿Cómo lo convocaron de Arteón? -Siempre me gustó el teatro vocacional. Lo iba a ver porque descubrí que podía aprender mucho de ellos: al no tener los medios de los que disponen los teatros profesionales, se las arreglaban con mucho ingenio. De tanto ir me fui haciendo conocido. -¿Actuó alguna vez? -Sí, hice algo, pero mínimo. Fue entre el 73 y el 74, con la Comedia Provincial que funcionaba en la Lavardén. Se estaba haciendo un ciclo de sainetes y para promocionarlo se filmaban propagandas en Canal 5. Un día faltó un personaje y la publicidad se tenía que hacer igual, entonces me pusieron a mí en el papel del que no decía nada. Pero eso es todo. Y para Canal 5 hice todo el montaje que se hizo para la inauguración, en la Estación Fluvial, y vinieron como figuras principales Zulma Faiad y Alberto Olmedo. -¿En Buenos Aires en qué teatros trabajó? -En todos los grandes menos en el Colón y el Cervantes. Hay una razón: en esos dos teatros se trabaja por turnos, entonces vos terminás tu jornada y te vas y tu trabajo lo finaliza otro. Eso a mí no me gusta y por eso nunca quise ir al Colón ni al Cervantes.
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