Hay cierta mitología alrededor de la displicencia sobradora del Tom. Se ha dicho con bastante frecuencia que es un futbolista de intermitencias y que en su botín derecho reposa la calidad de la modernidad que el fútbol actual se esmera en esconder. Por eso defiende la religión del toque con fervor puritano. Todo lo que no sea pisada, gambeta y taco es, para él, un herejía imperdonable. "Al Flaco Menotti y el profe Signorini siempre les voy a estar agradecido. Apenas llegaron me consiguieron a través de Central un departamento para que viviera con mi señora y mi hijo. Me dijeron que contara con ellos en todo lo que necesitara. Y eso que ellos tenían muy malas referencias mías. Hubo gente dentro del club que se encargó de decirles boludeces sobre mi pasado y ellos no les hicieron caso. Hasta ellos mismos me lo hicieron saber, el profe habló conmigo y me dijo: «Yo no te conozco, pero me da la impresión de que sos un pibe bárbaro» y yo hasta ahora no le fallé. Eso no significa que voy a jugar, tendré que ganarme el puesto en los entrenamientos. Pero el Flaco es distinto a todos, lo único que me dice cuando voy a entrar a la cancha es que juegue. Y mirá que tuve otros técnicos que me decían: «Tom, seguí al cinco, marcá al ocho, tirate al piso». Y no me decían que tenía que jugar", recuerda. Aquel obligado descampado en el Tanque Grandoli ofició de escenario para que Tom mantuviera su primer contacto con la pelota. Y el romance surgió de una, porque apenas se miraron sintonizaron la misma onda y se juraron no maltratarse. El regalo del cielo fue el aleteo dulzón de Jamir. La ternura empalagosa de su pequeño hijo y de su mujer, Sabrina, le sirvieron para evadirse. Para levantarle un paredón monolítico al fastidio y al letargo: "Gracias a Dios pude constituir una hermosa familia, que me quiere y a la que le debo todo. Ahora sé que no puedo cometer ninguna locura porque tengo a un hijo que alimentar y quiero que crezca sano y bueno. Como yo no tuve la posibilidad de criarme en un ambiente tan bueno como el que se está criando él, necesito no fallarles y que no les falte nada. De ahora en más, juego por Jamir y Sabrina", ahora el que habla es el Tom padre, pero tan auténtico como el que sale todos los domingos a la cancha con su impronta a cuestas. Condicionado por una infancia y adolescencia vividas en un barrio pesado, de arrumacos a escondidas con la hermanita del vecino y de cerveza de pico en la vereda, el hermetismo del Tom resulta comprensible. Razones que ayudan a explicar su lenguaje a veces desprolijo y con algunas impurezas conceptuales. "No me gusta hablar mucho porque no sé expresarme. Prefiero que la gente hable de mí por lo que juego. Yo sé que muchos piensan que soy tal o cual cosa, pero no me avergüenzo de haber nacido en un barrio de gente muy pobre". Así Tom hace morir su pequeña biografía, dejando asentado que no está dispuesto a hacer el esfuerzo que implica avergonzarse de sus raíces.
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