Mauricio Tallone / Ovación
Salta (Enviado especial).- La mirada se estaciona en el campo de deportes del complejo La Loma: césped de manual de jardinería, valles que ignoran todo desde lejos y una mudez aséptica que a veces abruma. El micro que traslada hasta ese lugar al plantel de Central detiene su marcha y Gustavo Arriola desciende casi con la naturalidad de una vedete del Maipo. Suelta apenas un "buen día" y después reside pétreo, como si hubiera acorazado la funda de su piel para evitar que nada ni nadie lo perturbe en la resurrección que ensaya tras haber convivido con un año de infortunios. El mundo del Tom se desmoronó en apenas doce meses. Una película de estorbos y lesiones se negaba a abandonarlo. Desde aquella tarde en un amistoso ante Atlético Rafaela cuando su rodilla derecha quedó hecha trizas debajo del cuerpo de un rival, cada minuto de cada hora de cada día de su vida fue un aguijón que le martirizó la existencia. Que le acentuó una desabrida sensación de estancamiento, aunque la radiografía que hoy hace de la realidad arroje otra lectura. "La verdad es que tardé mucho en volver a jugar por culpa mía. En su momento no hice bien la recuperación, yo quería jugar sin fortalecer la pierna, sin sacar músculos en el cuádricep. Entonces era imposible recuperarme de esa manera, hoy que estoy bien puedo analizarlo más tranquilo y contarlo, pero la realidad es que me apuré por desesperación. Al mes de estar operado de meniscos empecé a trotar y siempre me pasaba algo, sentía algún dolor. Recuerdo que hablaba con el médico (en ese momento estaba Francisco Campillo) y no podía más, ese maldito dolor me tiraba muy abajo. Nunca terminaba de recuperarme, me desbordaba la desesperación por estar dentro de una cancha. Por suerte cuando llegó Menotti junto a este cuerpo técnico me hablaron y enseguida se pusieron a disposición mía. En un mes de estar con ellos empecé a hacer fútbol. Para mí fue como volver a vivir, como volver a sentirme útil con una pelota en los pies", se larga a hablar Tom, aunque el fastidio le esculpe el rostro cuando rememora esos momentos salpicados por la tortura de los imponderables. Desde aquel amistoso en el Gigante bajo la dirección técnica de Jota Jota López, los tiempos de su mente estuvieron disociados de los tiempos de su condición física. "Yo soy el primero en darme cuenta de que hace un año que no soy ni por asomo el jugador que todos esperaban. Con Menotti jugué apenas dos partidos, uno en Córdoba ante Belgrano y frente a River en la última fecha del Clausura, y en los dos estuve muy lejos de mi verdadero nivel. Hacía mucho tiempo que estaba parado y era lógico que me pasara eso. Igualmente sé que lo único que me falta es jugar, sumar partidos. Estoy convencido de que cuando me toque entrar voy a demostrar todas mis condiciones", no hay una pizca de actuación en el rapado volante canalla, apenas deja que intervenga un halo de haraganería casi patológica para no sumergirse en la lógica frenética que termina por contagiar los discursos de los futbolistas. Por eso a esta altura de la charla, el relato de Arriola no reconoce el arbitrio de la pausa. No sólo no le da miedo decir que está peleando por volver a ser, sino que sabe mejor que nadie que de promesa casi transformada en realidad pasó a ser materia de nostalgia para el hincha. "Nunca se me cruzó por la cabeza que no volvería más a estar dentro de una cancha. Pero me asusté, cada día que me levantaba me preguntaba cuándo iba a volver a jugar. Los días pasaban y yo siempre estaba dolorido, había engordado, parecía un ex jugador. Por suerte ahora que soy padre, sé que tengo que matarme y jugar por mi hijo y mi señora. Ellos me ayudaron mucho, en realidad fueron los únicos que estuvieron a mi lado, me aconsejaron, me incitaron a que no bajara nunca los brazos. El fútbol te quita cosas, pero la vida te las devuelve. Por eso digo que la lesión me cambió, un año parado me sirvió para darme cuenta de las personas que verdaderamente me quieren y las que estuvieron conmigo sólo por interés. Cuando andás bien hay gente que va al vestuario y te dice: «Grande Tom, jugaste un partidazo». Pero cuando no jugás son pocos los que te dicen si necesitás una mano", se nota que el confín personal que gobierna su presente se arma al ritmo de sus vivencias. Arriola pretende transformar en aplausos las muecas de incredulidad que siempre descansaron sobre su juego cada vez que su silueta se quiebra en un amague de aquellos con el sello tradicional del potrero. "En ningún momento dudé de mis condiciones, es más, en el mes de vacaciones no paré nunca. Todos los días iba al gimnasio con un profe para realizar una rutina, no falté nunca y por eso en esta pretemporada estoy bárbaro y con ganas. Además bajé de peso, mejor dicho me hicieron bajar, antes jugaba con 82 kilos y ahora estoy pesando 75 y me mantengo ahí", se enorgullece el Tom. Aunque las imágenes se le proyectan en efecto dominó, Arriola se distingue de aquellos que necesitan una orden de allanamiento para detener una pelota, levantar la cabeza y entregarla al pie. Pero el límite de esa audacia es la línea de cal. Afuera de la cancha sintetiza otra saga del pibe humilde que se encamina a crack porque en el baúl de los sueños tenía dos tesoros: 100 gramos de picardía y una pelota: "Ya pasó mucho tiempo de la lesión, prefiero no recordar esos momentos. Basta de hablar, es momento de jugar y de demostrarle a la gente que todavía puedo ser el jugador que ellos esperan. No quiero quedar como un recuerdo".
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