| | No se ve la luz al final del túnel
| Marcelo Batiz
Exactamente seis meses después del día en que su predecesor Domingo Cavallo anunciaba al país el inicio del corralito, el ministro Roberto Lavagna usó el mismo escenario para informar sobre lo que podría ser el principio del fin de la restricción financiera que alteró la vida de los argentinos. En consonancia con la más conocida de las leyes de Murphy, el corralito terminará de la única forma que podía hacerlo: mal, con mucha más razón cuando quien se encarga de la solución está económicamente quebrado y políticamente deslegitimado. "Cuando hay colapso no hay ganancia posible", fue la frase utilizada por Lavagna para admitir la descapitalización social más grande y masiva desde el Plan Bónex de diciembre de 1989. Tan objetable como aquella confiscación, la actual tiene un agravante: tuvo seis meses en vilo a toda la población para tomar una determinación que pudo haberse resuelto en mucho menos tiempo y a un costo menor, si se tiene en cuenta la disparada del dólar. El colapso tiene varios responsables. Para evitar una abultada lista que podría comenzar con Juan Díaz de Solís, Lavagna ubicó la génesis del drama actual en los finales de 1994, momentos antes de la irrupción del efecto tequila que encontró a la Argentina sin más grandes empresas por privatizar y con un déficit fiscal consolidado que no paraba de crecer. La paridad cambiaria que se mantuvo por casi once años se pulverizó a costa de las dos variables que más se debieron cuidar para resguardar un régimen de convertibilidad: un déficit consolidado que en una década superó los cien mil millones de dólares y un freno en el proceso de inversiones extranjeras. Con ese panorama como telón de fondo, la administración de Eduardo Duhalde y Jorge Remes Lenicov no pudo hacer más cosas para agravar el descalabro iniciado el 3 de diciembre con el primer corralito. Si en la versión de Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo había restricciones para la extracción de dinero en efectivo, la nueva versión añadió medidas tan injustas que merecieron una avalancha de demandas judiciales. La combinación de incautación, devaluación y pesificación derivó en una descapitalización para los ahorristas que al actual tipo de cambio significa una pérdida del 62 por ciento del valor de sus depósitos, sin incluir en esta cuenta nada menos que medio año de intereses perdidos. Pero el agujero será mucho mayor cuando se compute el peso que tendrá en la sociedad el costo fiscal que implica la pesificación asimétrica. Los 9.500 millones de dólares representan 263 dólares por habitante, mucho más que el salario promedio de la población. Y en este punto, Duhalde y Remes no tienen con quién discutir la paternidad. Las expectativas sobre la suerte del sistema abierto con el nuevo decreto no están muy definidas entre los especialistas, en razón de que aún nadie sabe cuántos ahorristas optarán por cada una de las opciones abiertas. Pero al menos pueden adelantarse algunas estimaciones. Aquellos que no cuenten con la edad ni el resto económico suficiente para sobrellevar un bono a diez años serán los perdedores principales. Quienes opten por la reprogramación les harán compañía, con el perverso agravante que le impone la indexación: a mayor inflación, tendrán una menor pérdida nominal, pero la supuesta ganancia será diluida por la suba de precios. Pero el nuevo sistema tiene un condicionante que va más allá de la validez o no de los instrumentos financieros que ofrece. A pesar de los dichos del ministro en la conferencia de prensa, "la luz al final del túnel" sigue sin aparecer.
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