Hernán Lascano
El 16 de diciembre de 1993 la ciudad de Santiago del Estero quedó envuelta en llamas. Con sus cuentas jaqueadas por sucesivas administraciones tachadas de corruptas e ineficientes, la provincia había anunciado que el pago de salarios del sector público, expandido en base a mecanismos clientelares de sujeción política, sufriría una nueva demora. Al mismo tiempo trascendían los contenidos de una ley ómnibus por la que, entre otras determinaciones, el congreso provincial aumentaba las dietas del personal político de los tres poderes públicos. La gente, entonces, le prendió fuego a la ciudad. A partir de las dos de la tarde una muchedumbre invadió las calles. Se comportaron de una manera airada pero con irrevocable lógica política: los que quemaron eran todos los símbolos del poder. Empezaron por la Casa de Gobierno, la Legislatura y los Tribunales provinciales. Siguieron con las fastuosas viviendas de políticos, jueces y legisladores. El lujo expuesto de esas casas frente a la población llevada a un extremo de miseria fue allí el punto límite de la humillación. Cubrí para La Capital ese fenómeno impresionante cuya denominación inauguró una época: la de los estallidos sociales. Fenómenos masivos aunque sin diseño político, puramente defensivos, protagonizados por gente hastiada, casi sin futuro. Desde el aire vi cientos de hogueras en la traza cuadriculada de la ciudad. Recorrí las casas escaldadas de los ex gobernadores César Iturre, Carlos Juárez y Carlos Mujica. En la calle había miles de hombres, mujeres y chicos. Muchos, muchísimos, lloraban de angustia y bronca. Hasta que asumió el interventor Juan Schiaretti transcurrieron tres días en los que en la provincia nadie mandaba. El gobernador Fernando Lobo había abandonado su despacho en autobomba. El vacío de autoridad era palpable. Pero el peor trauma de los santiagueños era percibir cómo toda una cultura de vida comunitaria había colapsado. La gente explicaba que en las grandes ciudades las acciones suelen estar amparadas por el anonimato. Pero que en sociedades más chicas, como Santiago, aquel que fue a quemar la casa de una figura del poder lo que hizo fue, a la vez, exponerse ante un vecino conocido. Lo mismo le pasaba a muchos policías, que al ir a reprimir los desmanes encontraban a las mismas personas a las que saludaban cada mañana camino al trabajo. "Los señores que toman café en la plaza Libertad cerrando las calles con sus autos importados son los que nos explican la necesidad de hacer el ajuste a los que ganamos 250 pesos", decía Graciela, una empleada de la calle Independencia, poniendo la ilegitimidad en palabras. Hoy uno de los hombres cuya casa fue arrasada hace ocho años, Carlos Arturo Juárez, gobierna la provincia. Quien ahora querella a un investigador del Conicet que narró parte de esta historia, Miguel Brevetta Rodríguez, fue uno de los nombres detestados de ese régimen prebendario. Ambos pueden concluir que la historia les dio su revancha.
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