Año CXXXV
 Nº 49.311
Rosario,
domingo  25 de
noviembre de 2001
Min 9º
Máx 25º
 
La Ciudad
La Región
Política
Economía
Opinión
El País
Sociedad
El Mundo
Policiales
Escenario
Ovación
Suplementos
Servicios
Archivo
La Empresa
Portada


Desarrollado por Soluciones Punto Com





Riesgosa travesía. Vivir navegando sobre los campos
Vivencias de un viaje por la laguna

Aarón Castellanos. - La primera vez que vi a La Picasa como algo complejo fue hace cuatro años cuando al costado de la ruta 7 alguien la señalaba, campo adentro, y hallaba un tono amenazante en el pintoresco vaivén de sus aguas oscuras. En los mapas, la laguna era poco más que un bañado y los diarios comenzaban a hablar de un hecho estacional y recurrente, el fenómeno de El Niño. Las lluvias habían dejado de ser aliadas y los modestos cursos de agua de la planicie comenzaban a correr a borbotones.
Costaba imaginar un quiebre geográfico en ese paisaje llano. Había motivos de sobra para investigar el tema. Así me enteré de que la laguna llevaba el nombre de un flamenco que algunos lugareños escriben con zeta, y de que una sequía casi la borra en los años 30. Aprendí a interpretar mapas de cotas (nivel sobre el mar), a leer fotos satelitales, y a buscar en la memoria de los productores algún dato revelador que explicara ese caminar inquieto de las aguas que, sin piedad, había comenzado a alimentarse de praderas.
En 1998, la laguna ya tenía un lugar en los archivos periodísticos. Los productores clamaban por forzar la mirada de los funcionarios hacia ese escenario móvil que no paraba de crecer. Una y otra vez había que modificar su contorno en los planos que ilustraban las innumerables reuniones que se hacían en su nombre. Azorados, temerosos, los hombres de campo, acostumbrados al previsible ritmo de las estaciones, iban de dolor en dolor a medida que La Picasa tragaba hectáreas.
En el 2000, en medio de un herrático comportamiento hídrico, que además de Santa Fe involucraba a Córdoba y Buenos Aires, La Picasa exhibía un triste récord, desde 1998 su área crecía casi en forma geométrica: 6 mil, 10 mil, 20 mil, 25 mil y 80 mil hectáreas en el presente año.
Pensé que tenía mucha información al respecto, pero faltaba una dimensión, compartir algunas de las situaciones de la gente sitiada por el agua. ¿Cómo atravesar ese mar marrón para llevar provisiones al campo? ¿Cómo llevar a los chicos al puesto de la estancia? ¿Cómo sacar un enfermo? El aislamiento y la impotencia por no encontrar rutas de tierra pega fuerte; hasta donde alcanza la vista el paisaje es puro líquido.
Impacientes, abordamos Los Biguá, una lancha sencilla de piso húmedo, un listón de madera por asiento y al timón Sandro, un pescador de fuste, que llegó empapado y descalzo, en short y remera, con cuchillo a la cintura y un pañuelo anudado en la cabeza. Ibamos a recorrer los 12 kilómetros de agua que impiden unir por tierra los distritos de Diego de Alvear y Aarón Castellanos. Mi compañero de tareas, el fotógrafo Marcelo Bustamante, se aprestaba entusiasmado.

Trayecto peligroso
El viaje duró cerca de una hora, el viento a las espaldas soliviantando la lancha cada vez que enfrentaba una ola. Distribuyendo el peso para conjurar el riesgo cada vez que la proa se erguía, navegamos por las estancias Santa Teresita, San José y La Gabriela, sorteando tranqueras, alambrados agazapados y troncos raquíticos. La laguna estaba picada como nunca, dijo el pescador que al llegar a la orilla, rechazó el pedido insistente de una mujer que tenía que llegar a un puesto. "No señora, con este viento no cruzamos a nadie, menos con criaturas", aseguró.
Pero para el regreso, al atardecer, nos esperaba la verdadera aventura. El viento tenía ráfagas de 80 kilómetros por hora, y la lancha tenía que cortar olas de un metro ochenta. Afirmado de pie, otro pescador, Viruta, ayudaba al equilibrio sosteniendo con firmeza la soga del ancla. Sólo la pericia de Sandro permitía hallar un rumbo en el agua enloquecida.
Una hora y media después llegamos al punto de partida, la noche estaba encima, el frío potenciaba el efecto de las ropas mojadas, saludamos a Sandro y a Viruta que empujaban nuevamente la lancha hacia el agua embravecida. Nuestro trabajo había terminado, pero para ellos el riesgo y la impotencia seguiría formando parte de su vida cotidiana.
S.C.


Notas relacionadas
En plena pampa, un jefe comunal cruza un "océano" para ir a trabajar
Diario La Capital todos los derechos reservados