Año CXXXV
 Nº 49.310
Rosario,
sábado  24 de
noviembre de 2001
Min 18º
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Editorial
El exilio, salida dolorosa

La tendencia se refleja con nitidez absoluta cada vez que se realiza una compulsa entre los argentinos más jóvenes: muchos de ellos visualizan la ida del país como el escape ideal de todos los problemas que aquí padecen, y sólo en alguna nación del afortunado Primer Mundo conciben como posible la concreción de una vida con reales perspectivas de alcanzar la felicidad. Esa impronta volvió a reflejarse en una nota publicada poco tiempo atrás por La Capital en la cual se recogía el testimonio de tres personas que, más allá del arco de edad que recorrían -iba de los 22 a los 41 años-, confirmaron que muchas cosas pueden separarlas, pero las une la convicción de que el trabajo que acaban de conseguir en la isla italiana de Cerdeña es el esbozo de una solución para su futuro.
Adrián, Marcelo y Carlos fueron, en ese sentido, sumamente explícitos. Ninguno de los tres expresó siquiera la menor preocupación por los atentados terroristas que conmueven al mundo desarrollado y, por el contrario, hicieron hincapié en las notorias dificultades que viene sufriendo el país en el que viven, y donde dos de ellos nacieron. Claro que, desde su perspectiva personal, eso parece lógico: el desempleo o la precariedad laboral han signado hasta hoy sus vidas y ahora han firmado un contrato por seis meses donde, a cambio de su esfuerzo, recibirán casa, comida, aportes sociales y un salario mensual aproximado de seiscientos pesos, más la codiciada posibilidad de radicarse en Europa definitivamente. En contrapeso con ello deberán abandonar su patria, algo que es mucho más, sin dudas, que un simple documento de identidad: familia, afectos y lugares queridos, más todo un contexto cultural intransferible, quedan reunidos en esa breve palabra.
Las causas que impulsan a tantos jóvenes al exilio han quedado expuestas con claridad en el párrafo precedente: son de raíz material, similares a las que trajeron a muchos de sus abuelos hacia este lejano rincón del mundo a fines del siglo diecinueve o principios del veinte. Pero simultáneamente, y esto es lo más doloroso, pareciera que en muchos casos -no en los tres ya expuestos- la resolución de partir se vincula con un sentimiento casi metafísico de escepticismo y decepción, casi como si la Argentina fuera un país al cual la noción de porvenir le resultara ajena.
Y para que ese porvenir sea real, primero debe aparecer, aunque más no fuera como imagen ideal, en el espíritu de sus habitantes. Algo que, aunque haya fuertes razones que lo justifiquen, por ahora no se vislumbra. Y es una verdadera pena.


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