| | Editorial El precio de la verdad
| La muerte de tres periodistas en Afganistán, que perecieron víctimas de las balas de los talibanes en una emboscada, vuelve a poner de relieve los tremendos riesgos que conlleva, en ocasiones, la noble tarea de informar. Johanne Sutton tenía 34 años; Pierre Billaud, 31; Volker Handloik, 40. Se desplazaban a bordo de un vehículo blindado que transportaba a tres cronistas más, además de ellos, a través de la anfractuosa geografía de ese país del Asia menor sometido a las crueldades de la guerra. Las ráfagas de ametralladora pusieron un brusco fin a sus vidas, consagradas -y ahora sacrificadas- a su trabajo. Además del homenaje implícito que contienen, estas líneas intentan reflexionar sobre la creciente participación de los periodistas en los asuntos más candentes de la época y en cómo ellos se han transformado, inesperadamente, en depositarios de una parte cada vez más importante de la confianza de la gente. Las alternativas bélicas que se suscitan en Afganistán después de la decisión estadounidense de extirpar de raíz el terrorismo en el mundo, consecuencia de los brutales atentados perpetrados en su hasta ahora inviolado territorio, son cubiertas y narradas por una gran cantidad de hombres y también de mujeres que se exponen para que lectores, televidentes y radioescuchas de todo el planeta tengan acceso a lo que sucede en ese casi inaccesible país. Después, los editores y jefes respectivos dispondrán de qué manera se difunden, si es que se lo hace, los datos y visiones por ellos aportados, principal o acaso única referencia para aproximarse al ideal de la verdad. Porque en ese sentido no conviene pecar de ingenuos: son demasiados los intereses en juego y, entonces, la realidad suele quedar deformada por el cada vez más distorsivo prisma de las conveniencias coyunturales. Los dos hombres y la mujer que pagaron el más alto de los precios posibles por obtener, sencillamente, buena información, eran conscientes de los en muchas ocasiones excesivos límites que se le ponen a su búsqueda. Pero también sabían, sin duda alguna, cuánto y cómo se valoran los frutos de su esfuerzo. El periodismo no sólo se plasma, como este texto, sobre el teclado de una computadora, sino también -algo que conocían muy bien hombres como Roberto Arlt o Rodolfo Walsh- en la calle, en el vértigo de los acontecimientos, junto a los seres humanos que trabajan, ríen y sufren. Sin que se pretenda incluir en esta columna la más mínima dosis de vanidad, remarcamos que la muerte de estos tres periodistas tan lejos de su propia tierra ha valido la pena. Y ese es el reconocimiento más profundo que desde aquí puede hacerse.
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