| | Editorial Los medios para la paz
| El premio Nobel de la paz otorgado conjuntamente a la Organización de las Naciones Unidas y su secretario general, el ghanés Kofi Annan, representa un reconocimiento significativo, por parte del comité noruego encargado de adjudicar el codiciado galardón, de la labor de un hombre cuya visión de los problemas que le han tocado resolver no se relaciona con la previsibilidad ni con la rutina. Es que la tarea de este africano formado en Estados Unidos y en Suiza al frente del crucial organismo multinacional consiste, mayoritariamente, en mediar e intervenir para procurar que las contiendas bélicas no se expandan, o bien cobren la menor cantidad de víctimas humanas que sea posible. Y en ese sentido, el prisma desde el cual Annan enfoca estas cuestiones en extremo delicadas no se halla emparentado con la tradición hasta ahora vigente. Porque él no confía demasiado en las superficiales convocatorias al diálogo o en los escasamente comprometidos llamamientos a la paz. Por el contrario, lejos de apelar a la retórica, cree que una rápida intervención armada para sofocar las nacientes hostilidades suele ser más eficaz que el mero despliegue de las palabras o la banalidad en la que tantas veces terminan por diluirse los gestos diplomáticos. Y, además, tiene la audacia de decirlo, incluso públicamente : "Si no estamos dispuestos a aplastar la violencia con violencia, podremos conseguir muy poco", se confesó una vez, provocando que un escalofrío recorriera la columna vertebral de más de uno. Pero Annan siempre ha sabido cuáles son los límites. Y la eficacia de su acción difícilmente pueda ser puesta en duda. El caso que profundizó la convicción de la que en el presente hace gala fue la masacre acaecida durante principios de la década pasada en Ruanda, donde en breves semanas más de quinientas mil personas fueron brutalmente asesinadas en tanto el resto del mundo, amparado en el histórico principio de no intervención, contemplaba con absurda neutralidad el genocidio. Más tarde, el secretario general de la ONU precisaría que ningún otro hecho había perjudicado tanto la imagen de la organización y que, a partir de entonces, se debía revertir una actitud caracterizada por "la negación a distinguir, en los conflictos, entre las víctimas y los agresores". Suficientemente claro como lema, y el ghanés no ha vacilado en llevarlo a la práctica. El Nobel que les ha sido otorgado tanto a él como a la organización que lidera da cuenta de que en el duro mundo contemporáneo no puede partirse de la ambigüedad si es que pretenden obtenerse resultados.
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