Corina Canale
El vehículo de Charly trepa por los arenosos senderos entrerrianos de la costa del río Uruguay, cerca de Colón. Es fácil adivinar que ha sido el viejo Dodge modelo 66 el que marcó esa huella que atraviesa pequeños bañados y se mete en la espesura poblada de ganchos del diablo, el espinoso arbusto que los guaraníes llamaban "ña pindá". El guía acomoda la trompa del vehículo sobre un montículo apenas elevado y enfrenta el Uruguay, el río salpicado por islitas y bancos de arena, que es tan manso como bravío el Paraná. En la costa el agua va y viene sobre lo que fue un muelle que conoció el esplendor y el ocaso. Allí, cuenta Charly, "los barcos atracaban para llevarse el canto rodado de las canteras cercanas, y junto al muelle estaba la planta donde las piedras eran seleccionadas -se descartaban las más grandes-, y se realizaba el proceso de limpieza". "Ahora -agregó el guía- el pedregullo entrerriano que se usaba para construir los cimientos de los edificios fue reemplazado por la piedra partida de Olavarría, que es más barata". Sin embargo, la costa entrerriana del Uruguay guarda en sus entrañas, intactas, muchísimas canteras. El motor ronronea y el vehículo enfila por la costa; avanza por tierras extrañamente desoladas donde la erosión milenaria del agua y el viento petrificaron el tronco de los árboles. Hay varios troncos petrificados en el patio de tierra de la casa de Selva, a quien Charly presenta como "geóloga autodidacta y gitana renegada". La mujer se dedica a estudiar, con métodos que no revela, las piedras del canto rodado. Sabe cómo y dónde cortarlas con un disco de diamante para descubrir sus misterios. En una mesa cubierta con un mantel blanco, a la luz de la tarde y cerca de un níspero agobiado por frutos maduros, las piedras muestran la belleza que escondían bajo la ruda apariencia del pedregullo. Charly ha montado para esta exhibición un show magistral. De una caja de madera va sacando las mejores piedras, las que no se venden, a pesar, dice, "de las buenas sumas que han ofrecido los turistas extranjeros". En cambio, las piedras de la mesa se pueden comprar desde 2 pesos, según el tamaño, el color y los dibujos. Cuando el vehículo parte hacia Pueblo Liebig el guía reflexiona: "los entrerrianos estamos construyendo caminos con piedras semi-preciosas, pletóricas de cuarzo y de jade". Lo cierto es que los reservorios de piedras semi-preciosas de Entre Ríos son una suerte de emisarios que hablan desde tiempos remotos. Mucho más cerca en el tiempo está la historia de Pueblo Liebig, testimonio edilicio y social de la Argentina de la primera mitad del siglo. Su nombre es el de un barón alemán que instaló allí un frigorífico, con matadero incluido, y que terminó "inventando" el extracto de carne. "Le sirvió -cuenta Charly- para enviar alimentos a Europa durante la Segunda Guerra Mundial, tiempo en el que este pueblo llegó a trabajar las 24 horas para cumplir con la demanda". Recorriendo el pueblo se encuentra un cartel en el que se distingue la palabra Soltería, y más abajo una leyenda que indica que allí vivían los hombres solteros, que se podía entrar sólo por un zaguán, y que a ese zaguán daban las habitaciones. El centro comercial es una larga y baja construcción donde funcionaba el almacén de ramos generales, la barbería y el local del zapatero remendón. "Un shopping anticipado", remata Charly. Pero en Pueblo Liebig las clases sociales eran fácilmente reconocidas por sus viviendas. Hay un barrio para los obreros y otro donde están los chalets del personal jerárquico. Los chalets están en el medio de amplios jardines y tienen una galería techada pero abierta, pensada para el caluroso clima entrerriano. Entre ellos está el que perteneció, hasta hace dos años, a Jacqueline Evans, esposa del último administrador del frigorífico. Sus nuevos dueños instalaron en ese chalet, igual al de Karen Blixen en "Africa Mia", la Posada Liebig. En el camino a Colón Charly se detiene en los dominios de Sansón, un robusto carpincho de 60 kilos. El bicho es tan manso que come pasto de la mano del guía, quien cuenta que alguna vez el carpincho se apareó con una congénere, que ésta murió y que las crías se fueron. En Colón, ciudad de poco menos de 20.000 habitantes, las cosas nuevas se ven pronto. En la más comercial de las calles, la 12 de Abril, hay un pequeño local que se llama Halloween, donde Sonia y Graciela -una escultora y otra dueña de un aserradero- se decidieron, crisis mediante, a fabricar chocolate. Y en la avenida costanera, cerca de la casona rosada donde funciona la Secretaría de Turismo, está El Sótano de los Quesos, donde se venden quesos con orégano, otros con estragón y un provolone delicioso. En la ciudad -nadie explica los motivos- en los últimos años estallaron los colores. Hasta las viejas casonas de principios del siglo XX, con puertas altísimas de madera labrada, sucumbieron a esta moda donde los terracota se combinan con el verde inglés, el lila suave y el amarillo intenso. Tal vez porque en Colón un arquitecto suizo francés rompió con el modelo de pueblo español que predominaba en el nuevo mundo. Diseñó las calles cuatro metros más anchas y las orientó para que en algún momento del día el sol pegue en todas las fachadas. En el puerto, donde está la rotonda, se respiran aires de río. En las aguas tranquilas del Uruguay hay veleros amarrados y a lo lejos se ven los botes de los pescadores. La costanera, sólida y gris, sigue siendo el paseo preferido de nativos y visitantes. Cuando llegaron los primeros colonos europeos, los que venían de la suiza francesa, las vides se extendieron por la zona. Tan buenos eran los vinos que cosecharon premios. En estos días Paul Evans, el sobrino de Jacqueline, está cultivando viñedos que apenas se alzan de la tierra. (Télam)
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