| | Editorial Firmeza, pero con lucidez
| No por previsible, la resolución estadounidense y británica de dar comienzo a las acciones militares contra el régimen talibán y la organización terrorista que lidera Osama Bin Laden deja de alterar profundamente las reglas de juego del mundo contemporáneo. Los intensos bombardeos a los cuales está siendo sometido el empobrecido Afganistán marcan un punto de inflexión, que acaso signifique el verdadero nacimiento del siglo veintiuno. Tristemente, es un alumbramiento signado a fuego por la guerra. No resulta posible a esta altura dudar de la grave amenaza que para toda la civilización occidental -que incluye a la República Argentina- representan los grupos fundamentalistas que propugnan y ejercen la violencia terrorista mediante los más diversos y perversos métodos, entre los cuales se halla incluido el de los asesinos suicidas. La amenaza que éstos conllevan no es pequeña: llevada a su extremo, no es otra que la aniquilación de la cultura tal cual la conocemos hasta el día de hoy. Ahora bien, tampoco debe omitirse que el surgimiento y desarrollo de ideologías semejantes encuentra un propicio caldo de cultivo en realidades económicas paupérrimas, en sociedades sumidas en la miseria y en países carentes de las herramientas materiales para despegar. Y en esa situación, hay que decirlo con todas las letras, existe una grave responsabilidad moral por parte de las naciones desarrolladas que, si no la estimulan directa o indirectamente, al menos consienten la intolerable prolongación de tal estado de cosas. Y no existe en la anterior afirmación -es preciso ser claro al respecto- ni el menor asomo de justificación de las atrocidades perpetradas en Nueva York y Washington. Pero sería ingenuo desconocer en qué condiciones suele producirse la irrupción de grupos mesiánicos como los que mantienen actualmente en vilo a gobierno y población de las principales potencias del mundo. Por cierto que los representantes de la puesta en acción de dicho pensamiento deben ser, ineludiblemente, detectados y castigados con todo el rigor de la ley. Y habrá que caer también con similar severidad sobre los Estados o gobiernos que los amparen. Aunque -simultánea y complementariamente- deberían implementarse todos los recursos disponibles para elevar el nivel de vida de tantos pueblos oprimidos y casi sin esperanzas. Occidente tiene la obligación de plasmar en hechos humanitarios concretos la justicia que ahora ha decidido defender con la fuerza de las armas.
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