| | Reflexiones El poder del voto
| Hugo Quiroga (*)
A pesar de que las elecciones del 14 de octubre despiertan el menor entusiasmo en la sociedad desde el retorno a la democracia en 1983, revelan con más nitidez la importancia del voto. Nunca como ahora el sistema político se vio amenazado por el temor de una situación novedosa: la amplitud del voto negativo y el alcance de la abstención. Los sondeos de opinión y los antecedentes electorales inmediatos preanuncian un horizonte inquietante que puede dejar una marca en el juego político. En las elecciones constituyentes de Córdoba el voto negativo alcanzó el 20 %, en las recientes elecciones de Formosa la no concurrencia trepó al 33 % y entre votos anulados y en blanco el porcentaje llegó al 11 %. Según las últimas encuestas, la intención de votos nulos o en blanco a nivel nacional se aproximaría al 12 %, y en la ciudad de Buenos Aires este porcentaje alcanzaría al 25 %. Este es el panorama que se divisa. La interpretación que se puede hacer está asociada, sin dudas, al malestar de los ciudadanos, a los signos de agotamiento de una sociedad que ha acompañado en estas últimas décadas con sacrificio y espíritu cívico el rumbo, con frecuencia incierto, de las políticas públicas. La pregunta que surge de inmediato, y que está en el centro del debate, es si el voto negativo es un voto antisistema, si, en definitiva, perjudica o fortalece a la democracia. No se trata ahora del sentido que tuvo el voto en blanco durante la proscripción del peronismo, la situación es diferente y por eso es inédita. Hoy rige un sistema electoral competitivo, plural, con elecciones limpias. Para buscar una respuesta adecuada a las circunstancias actuales, quiero recordar en primer lugar el significado que tiene el sufragio universal. La forma más elemental de igualdad entre los hombres es la igualdad ante las urnas. La igualdad política (un hombre, un voto) aparece por primera vez con la modernidad y permite que los ciudadanos participen con idéntico poder, en la misma proporción, en la formación del cuerpo político. Precisamente, el sufragio universal vehiculiza la igualdad política en el mundo moderno y contemporáneo. El voto igualitario les da principio a la democracia o al Estado de ciudadanos. Es por eso que el acto de sufragar o no sufragar es sustancial para el funcionamiento de la democracia y tiene consecuencias políticas. En segundo lugar, la realidad económica de los últimos años nos ha enseñado a los argentinos que los mercados votan cotidianamente y, muchas veces, ponen en riesgo la gobernabilidad económica de las vulnerables democracias emergentes. Sin embargo, no se trata de ninguna novedad histórica sino de una experiencia masiva concreta. Junto al voto de los ciudadanos se ubica el voto implacable del poder económico. En la literatura jurídico-política hay un viejo debate en torno a si el derecho de sufragio es un derecho subjetivo (un derecho personal, una facultad del ciudadano), una función pública o ambas cosas a la vez. En todo caso, la capacidad de voto del ciudadano constituye un derecho subjetivo, pero, al mismo tiempo, es un deber cívico en la medida en que el status de ciudadano reconoce a cada elector la responsabilidad de participar en la selección de la autoridad pública. ¿Qué ocurre, entonces, si hay un porcentaje elevado de votos en blanco o anulados? Todos sabemos que el poder de los ciudadanos es mínimo y que se manifiesta masivamente en los actos electorales. Entre las grandes instituciones de poder de la sociedad emerge en ese momento el poder electoral. Por ende, el voto es una herramienta de poder de los ciudadanos, que en la Argentina se ejercita cada dos años. Desde este punto de vista es posible pensar el voto negativo como expresión de protesta y de sanción, y no necesariamente como voto antisistema. En principio, ese voto pretende generar un llamado de atención a la clase política, a través del cual los ciudadanos hacen valer su pequeña cuota de poder para interrogar a sus representantes. Cabe aclarar que los votantes negativos no se sitúan en el mismo lugar que aquellos que no concurren a los comicios. Estos últimos están paralizados por la apatía absoluta, la pura indiferencia y el desapego de la cosa pública. En cambio, los primeros se sienten aún convocados por las urnas, interpelados por el juego del sistema democrático. Creo que los votantes negativos no son desertores de la democracia, sin embargo quiero advertir que el terreno en el que se mueven es desconocido y puede ser favorable para los promotores de órdenes autoritarios. Mientras el voto negativo no adquiera un carácter permanente y, en consecuencia, no se ingrese a una situación de nihilismo masivo, no se convertirá en un factor deslegitimador de la democracia. La responsabilidad principal recae en la clase dirigente: evitar que un fenómeno coyuntural se transforme en estructural. La pregunta continúa siendo: ¿cómo acercar la política a los ciudadanos, cómo recuperar su alicaída emoción cívica? Raymond Aron decía que la democracia es el único régimen que incita a los gobernados a protestar contra los gobernantes. Tal vez el voto negativo, con la reserva que hice, pueda llegar a convertirse en un método circunstancial de protesta. Hay dos argumentos que fueron volcados en el debate de estos días y que son dignos de tener en cuenta. Uno de ellos señala que la oferta política en estas elecciones es amplia y que el voto negativo condena a la totalidad de los dirigentes. El argumento es válido y el castigo es severo. El otro argumento sostiene que si un ciudadano vota negativo, otros deciden por él. En verdad, con el voto en blanco o nulo se renuncia a participar en la formación del cuerpo político. Nadie pone en tela de juicio los motivos de la protesta, lo que se discute son las probables consecuencias del método si pretende instalarse de manera permanente. El triunfo del escepticismo será la condena de la democracia. De lo que se trata, entonces, es de no transformar a los ciudadanos en enemigos de la democracia, para lo cual ella debe comportarse como un régimen sabio en el momento de regular los conflictos que ponen en riesgo su propio sistema político. (*) Profesor de Teoría Política en la Facultad de Ciencia Política (UNR)
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