El destino quiso que recorriendo una librería de la célebre Khao San Road de Bangkok me encontrara con una guía sobre Laos. Apenas dos páginas me sirvieron para poner proa al nordeste e intentar meterme en ese país misterioso.
Nong Khai, sobre la frontera, fue la primera escala. Diez horas de tren en clase económica desde la estación Banglamphu me dejaron en este lugar "de este lado" del Mekong.
Los pocos turistas que andan por la zona usan esta ciudad como trampolín, aunque vale la pena dedicarle un par de noches para captar ese aroma a farwest de las ciudades que se saben remotas y "de paso". He sentido lo mismo en Melaka, Galway, Kagoshima y Punta del Diablo.
Una mañana llegué hasta la frontera. Crucé el impecable "Thai-Lao friendship bridge" y después de sortear la burocracia típica de cualquier país comunista me encontré, bajo una lluvia que amenazaba con no terminar nunca, en medio del barro de las afueras de Vientiane.
Conseguir un transporte hasta el centro puede ser toda una aventura. Muy divertida, si uno tiene la paciencia suficiente como para regatear precios durante un largo rato y frustrante si uno espera encontrarse con taxis, autobuses o trenes. En Laos (después alguien me dijo eso), el tuk-tuk es el más fiable de todos los medios de transporte (y casi el único, sin contar nuestras piernas).
Mirada sobre la capital
De Vientiane, la capital de Laos, se puede decir mucho, poco o nada. Dependiendo de las sensaciones. Es necesario tener los sentidos alerta para captar todo. Si uno se limita a la vista, como hacemos la mayoría de las veces que estamos ante algo nuevo, la idea puede terminar apenas en el recuerdo de imágenes, lo que es un detalle anecdótico en un lugar como éste.
Esta ciudad cuenta con unas pocas calles pavimentadas. Ningún edificio tiene más de diez metros de altura. Los autos particulares son una rareza y hay pocas cosas que cuesten más de dos dólares.
Se mezclan, con apenas un puñado de metros de distancia, monjes en túnicas ocre y oficiales de uniformes impecables y mirada adusta. Edificios espartanos, típicos de una arquitectura con indudable influencia soviética, y templos milenarios de Stupas bañados en oro. La electricidad es un privilegio y los teléfonos, un lujo.
Uno podría pasarse meses recorriendo los templos de Vientiane. Personalmente creo que es mucho más valioso recorrer sus calles y ver a la gente durante unas horas, y terminar con una "Beerlao" en uno de los incontables puestos de comidas que se amontonan sobre el Mekong.
Después de unos días allí decidí que quería ver algo más de ese país del que, una semana antes, apenas conocía el nombre. Tomé un avión a Luang Prabang, capital de la provincia homónima, unos cuatrocientos kilómetros al norte de la capital.
Por aquello de que el alma a veces llega después que el cuerpo, nunca me gustó tomar aviones por distancias tan cortas, pero en este caso dos motivos hicieron que me decida. Primero, que la legendaria ruta Nº 13, que se dirige al norte está en condiciones deplorables, y el único servicio de colectivos que parte diariamente tarda algo más de doce horas en hacer el recorrido. En segundo lugar, y acá jugaron un poco más las ganas de acumular anécdotas, quería ver cómo era tomar un vuelo de Lao Aviation, en el aeropuerto "internacional" de Wattay.
Luang Prabang es una ciudad de no más de quince mil almas, incrustada entre montañas, en la confluencia de los ríos Mekong y Nam Khan. Hace menos de un año fue declarada patrimonio universal por la Unesco.
Aparte de lo surrealista del paisaje, del vecino parque nacional Kuang Si y de las cuevas de Pak Ou, tiene cientos de templos y construcciones religiosas. Una colina ubicada en medio de la ciudad, Phu Si, ofrece una vista panorámica de todo el valle. Es uno de esos lugares de los que uno duda que realmente existan.
Contando e intentando recordar, a veces pienso que Luang Prabang bien podría ser producto de mi imaginación. Por un precio irrisorio me hospedé en una casa de huéspedes muy sencilla y plagada de unos lagartos de piel transparente que aparecen cerca de las luces por la noche. Desde ahí planeé mis excursiones por los alrededores.
Oasis selvático
Se necesita un día para ver las cataratas de Kuang Si. Después de dos horas de camino polvoriento se llega a un oasis en medio de la selva, con el agua cayendo en formas extrañísimas y formando piscinas de distintos colores, de acuerdo a la incidencia de la luz del sol.
Otro día entero para las cuevas de Pak Ou. Se trata de dos cavernas naturales que el tiempo se encargó de esculpir sobre una pared de más de cien metros de altura que cae sobre el Mekong a noventa grados. Desde hace 500 años, los lugareños las han convertido en sitios de adoración de Buda y dentro de ellas pueden contarse mas de cuatro mil imágenes del dios.
Se llega sólo en barco, ya sea navegando directamente desde Luang Prabang, o desde cualquiera de las aldeas de la costa de enfrente. Vale la pena también detenerse en alguna de estas villas e intentar comunicarse con la gente del lugar. Si uno tiene suerte y paciencia (después llegué a la conclusión de que las dos cosas son, imprescindibles para viajar por Laos) puede que lo inviten con algún aguardiente casero, intomable para nuestro paladar, pero ideal para satisfacer la a veces absurda sed de exotismo.
Uno vuelve de Laos con la idea cierta de que ha visto algo único. No es un lugar al que desee volver. Es demasiado mágico para eso. Prefiero guardarme el recuerdo, y que el tiempo lo haga imborrable, por más que no sé si hoy recuerdo la sensación misma o apenas las palabras que la describen.
Martín Raiano