| | Editorial El desamparo es el límite
| Hace tiempo que la Argentina se encuentra atravesando un proceso de transformación cuyos costos sociales no pueden ponerse en duda. En esta columna se ha hecho mención de manera reiterada a que, tal como la pasada década de los noventa fue testigo del ajuste y adecuación del sector privado a los nuevos tiempos, la época presente es aquella en la cual dicho proceso será ineludiblemente protagonizado por el Estado. Los objetivos de tan profundas modificaciones no constituyen un enigma: simplemente, adecuarse a un mundo globalizado, donde el no ser competitivos se transforma en pecado mortal. Es que, además, la velocidad de los cambios resulta vertiginosa. Y a veces, hasta inhumana. Sin embargo, en el marco de la indudable inevitabilidad que, a esta altura, exhiben tales procesos de "aggiornamento", no debe olvidarse que las víctimas suelen ser numerosas. Y para ellas es necesario construir adecuadas redes de contención; si no, la crueldad de lo inevitable implicaría el surgimiento de lógicos obstáculos en el rumbo adoptado. La situación que padece en la actualidad la obra social de los jubilados, el conflictivo Pami, puede ser vista como un paradigma de lo que con antelación se ha descripto. Un somero despliegue de los datos ilustrará al lector mucho mejor que los adjetivos: trescientos sesenta mil afiliados en la provincia de Santa Fe a quienes se les ha cortado el servicio, cincuenta mil de ellos residentes en Rosario, y una deuda con los prestadores que, sólo en esta ciudad, asciende a más de cuatro millones y medio de pesos. Esto no es abstracto, se trata del concreto sufrimiento de muchas personas que, tal como se hallan las cosas, está a un paso de quedar sin amparo médico. Y ese parece ser el límite. Es decir, ya no resulta posible dudar de que el Pami ha sido un foco de creciente ineficiencia en sus esferas ejecutivas. Pero, simultáneamente, el Estado no puede de ningún modo desentenderse de lo que ocurre. Y, si se quiere, he allí uno de los principales desafíos que deberá resolver con éxito si es que pretende que el modelo de déficit cero constituya un éxito: sanear el instituto. Que en él se gaste lo que corresponde, y bien. Sin desatender ni atender mal a nadie. Pero, también, sin que existan hijos ni entenados de nadie, ni privilegios inadmisibles. Ha llegado la hora de la verdad. Y en el medio, otra vez, está la gente. Que por ahora espera, con elogiable paciencia, la respuesta.
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