Año CXXXIV
 Nº 49.249
Rosario,
lunes  24 de
septiembre de 2001
Min 16º
Máx 21º
 
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Reflexiones
Una ciudad en busca de sí misma

Sebastián Riestra

Rosario es un enigma que aún no se ha descifrado. No es un lugar de deseo. ¿Quién sueña con vivir en Rosario? Nadie. Se sueña con París, con Londres, con New York o Madrid; hasta con Buenos Aires. ¿Pero con Rosario? No. Con Rosario, no.
En Rosario se está, simplemente. Se permanece, como una necesidad inevitable. Si hasta muchos de aquellos que aquí son exitosos distan de expresar afecto por la ciudad que los reconoce y abriga, por la ciudad que les ha dado un nombre y los ha hecho ser, generosa, quienes son. Si hasta suelen sumarse alegremente al coro de críticos rutinarios que enumeran, sin piedad ninguna, los defectos del paisaje en el que habitan. Y no es que lo hagan como el hijo que se enoja con su madre; no. Carece de pasión ese rosario de reclamos. Proviene de cierta antigua indiferencia, como si la ciudad fuera a ser siempre una sola y misma y triste cosa. Aunque en verdad no sea así. Aunque esa cosa, en realidad, tenga que ver, casi toda, con su propia persona.
Se dirá: "Qué duro". Y sí. Es que esa gente es "de acá". Mucho más que Lamarque, Olmedo, Nebbia o Páez, simples anécdotas en un decurso muy distante de lo que fueron o son sus éxitos y su vida. Claro, Rosario no tiene, como Alejandría, su Cavafis, ni su Baudelaire como París, ni su Carl Sandburg como Chicago. Los pobres mitos que la sostienen son fruto más del querer que del ser, más hijos de la voluntad determinista de los funcionarios culturales de turno que de un verdadero alumbramiento. Es que parir lleva tiempo. Y el tiempo lleva vidas.
En esa búsqueda, la de una identidad, la de un sentido, la de un nombre, están sin embargo los hijos verdaderos de esta tierra que sigue entregando su belleza a los aviones que parten a otro mundo. Esos hijos pueden irse o quedarse, pero nunca renegar. Sí rezongar, quejarse amargamente, mascullar amorosos insultos entre dientes y volver con la frente baja a persistir en sus cándidos intentos. Tarde o temprano, lo lograrán. Pero no todavía.
Claro que eso no importa. Tanta desazón acaso sea pecado de juventud, y tanta amargura, simple acné de adolescencia. Acaso hayan nacido ya los padres fundadores de la ciudad que no tiene fundador. Tal vez, incluso, hayan ya muerto. Acá. Habrá que descubrirlos.
El pasado, en síntesis, reserva sorpresas para los escépticos. Y también -aunque ellos no lo crean- el inevitable, irreverente, hermoso futuro.


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