 |  | Editorial Amia: que se haga justicia
 | Hoy comienza uno de los procesos judiciales más trascendentes que se hayan producido, históricamente, en la Argentina. Habría que remontarse al juicio a las juntas militares de la dictadura, o aludir al caso Cabezas, para buscar equivalencias o medir los potenciales grados de repercusión que pueda alcanzar en la sociedad. A las 9.53 exactas del lunes 18 de julio de 1994 una poderosa carga de trescientas toneladas de explosivo -más precisamente, amonal- explotó frente a la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (Amia), situada en el barrio porteño de Once, borrando literalmente el edificio de la faz de la tierra, y provocando la muerte de 85 personas y heridas a otras 177. Fue el atentado más grave que haya sucedido nunca en el país. Y las respuestas a quiénes fueron los culpables incluyen, hasta la fecha, una intolerable dosis de enigma. Los jueces Pons, Gordo y Larrambebere tendrán en sus manos, desde este día, la ardua tarea de convertir las dudas en certezas, los múltiples interrogantes en detalladas contestaciones y el manto de bruma que cubre todo el asunto en la diafanidad más absoluta. Claro que esto constituye sólo un "desiderátum"; la realidad será mucho más compleja. Es que demasiadas lagunas pudieron apreciarse en el paisaje de la investigación ya desde su mismo inicio. Y la sospecha, que tantas caras tiene, no dejó de asomar ninguna de ellas a través de cada ventana que quedó, por descuido, abierta. Porque en la Argentina, se sabe, hay demasiadas evidencias históricas de que muchas veces los crímenes no reciben el castigo que merecen. Llevará mucho tiempo modificar esa sensación que se ha vuelto, tristemente, parte del imaginario de la gente. Pero ese lapso deberá estar acompañado, ineludiblemente, de la total satisfacción de los reclamos de justicia. Se trata, en este caso, de un auténtico clamor. Los inocentes que perdieron la vida en la explosión siguen contemplando, desde la mudez cruel de las fotografías, el rostro de una nación en la cual la impunidad parece haberse transformado en moneda corriente. Esta es, por supuesto, una nueva oportunidad de revertir esa dramática tendencia, de remontar la larga cuesta que conduce, en última instancia, a la verdad. Pero no habrá muchas más. Por esa crucial razón, defraudar las expectativas de la población podría ser peligroso. Y esas expectativas, ciertamente, distan de ser desmedidas. Incluyen, apenas, la detección y la correspondiente pena a los responsables de uno de los más horrendos actos criminales a los que haya asistido la Argentina.
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