| | Editorial Una reforma imprescindible
| En la Argentina de la recesión y el déficit cero, las coincidencias políticas no parecen caracterizarse por su abundancia. Es que el grave deterioro de las condiciones de vida de mucha gente no contribuye a la armonía entre sectores, cada uno de los cuales suele optar por la cerrada defensa de sus intereses particulares, ignorando -y por lo tanto, muchas veces perjudicando- al conjunto. Sin embargo, en ese panorama de disensos cruzados existe un acuerdo implícito, y es que el gasto que ocasiona la política en la Argentina no está de acuerdo con la dura situación que atraviesa el país. Aterrizando súbitamente sobre la incostrastable contundencia de ese dato, el gobierno ha convocado a un plebiscito sobre la necesidad de realizar la unánimemente reclamada reforma. El debate, pese a ello, se ha centrado sobre aspectos, si se quiere, secundarios. Parte de la oposición, por caso, ha hecho hincapié en una supuesta falta de necesidad de efectuar la consulta, y en lo que lee como una consecuente carencia de reflejos del gobierno. No resulta necesario apelar a lo más exquisito del repertorio analítico para llegar a la conclusión de que el elenco sobre cuyos hombros recae la pesada responsabilidad de conducir a la Argentina en este casi intolerable momento histórico no ha brillado en el terreno de la iniciativa política. Pero, simultáneamente, no puede evitarse una mención a la actitud escasamente constructiva que desde las filas del propio oficialismo, inclusive, desemboca en un rosario de críticas que poco aportan a mejorar el ya de por sí complejo panorama. Otro de los aspectos cuestionados de la decisión que adoptó la administración de Fernando de la Rúa es su falta de vocación de ahorro. Quienes la objetaron argumentan, en síntesis, que la misma concreción física de la consulta constituirá un gasto a todas luces innecesario, en función de lo que suponen será un resultado final tan predecible como obvio. Sin dudas que la razón parece asistirlos, al menos en este último punto. Pero parece olvidarse u omitirse, sin embargo, el enorme peso que tendrán -de producirse lo previsto- los números concretos en torno a este ciertamente lúcido consenso social. Acaso su eventual contundencia termine de disipar cualquier posible duda, y convierta a todo ulterior maquiavelismo en simple bruma que se disuelve ante el sol. La democracia nacional necesita demostrar que no sólo es representativa, sino que también puede ser eficaz. Y en ese camino se encolumna la resolución del gobierno.
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