La aparición cíclica de algún episodio que pone en la superficie de las noticias a las hinchadas de los clubes de fútbol (en este caso a la de Central), es un clásico argentino a lo largo de los últimos 30 años. De un modo inexorable, el complejo sistema de complicidades entre los distintos actores del fenómeno fútbol, que vive en una tensión permanente, entra periódicamente en cortocircuito y rebota con intensidad en los medios de comunicación.
Andrés Pillín Bracamonte, el líder de la tribuna baja norte en Arroyito, y jefe de delegaciones canallas por las canchas del país, tuvo la habilidad de utilizar los medios para desplegar un discurso atractivo y hasta seductor, al decir que devolvería una cadenita de oro robada. Pillín aportó algunas verdades, pero fundamentalmente ocultó otras. Luego los directivos, víctimas de violencia de parte de sus propias criaturas, crecidas en buena medida por ser toleradas, financiadas o más aún, orgullosamente defendidas, no pudieron ofrecer una explicación atractiva y creíble y quedaron desprestigiados. Para no complicar más las cosas, posiblemente se desdigan ante la Justicia de las amenazas recibidas y la causa caerá por no reunir elementos que la sustenten.
Como en otras oportunidades, la noticia deja de ser noticia, el incendio se controla y todo vuelve a una tensa normalidad. Hasta que el próximo hecho grave de violencia, donde otra vez barras bravas, dirigentes, policía y AFA, interactuando con responsabilidad compartida, intenten y no puedan explicar el tráfico económico negro que circula entre ellos sin ningún control legal.
Falta un debate serio
Mientras tanto se pierde la oportunidad de abrir un debate a fondo acerca del recurrente fenómeno de la formación de barras bravas en los clubes de fútbol. Se sabe que pasan los años y naturalmente aparecen nuevos líderes que logran disciplinar bandas de hasta 300 o 400 pibes a su alrededor, en los casos de clubes con gran convocatoria de hinchas, como Central.
Cuando se rechaza a las barras con el clásico "son delincuentes que no quieren al club", se puede caer en una simplificación que no ayuda a explicar el fenómeno. E impida entenderlo en toda su dimensión, para después sí, controlarlo y desactivarlo.
Por lo pronto, no conviene subestimar las condiciones de personalidad que suelen tener los que llegan a jefes; se desarrollan sorteando muchos exámenes que se dan en el campo de batalla, aunque no sólo es cuestión de ver quién pega más fuerte. También suelen tener carisma, contactos para financiar los viajes e ingresos a las canchas. Y, según los casos, la renta de algún negocio ilegal. Pero lo más importante, cuentan con la aprobación mayoritaria del resto de los 30 mil hinchas y simpatizantes que ocupan tribunas y plateas de la misma cancha, alentando al mismo equipo. Porque hay que decirlo, no existirían barras bravas con semejante capacidad de movilización y despliegue estético en las tribunas cabeceras de las canchas argentinas sin el apoyo, pasivo pero mayoritario, del resto de los hinchas. Además, claro, del apoyo de los dirigentes, que es innegable. Basta con ver cómo se editan los más importantes programas de televisión del fútbol en Argentina: la imagen recurrente de la 12, la mítica barra brava de Boca, con los barras parados sobre los paraavalanchas y colgados de las banderas, son un recurso por excelencia de los editores, que saben muy bien qué le gusta ver a la gente.
El fenómeno de existencia de las barras bravas es posible que resulte de múltiples factores, pero cabe hacerse una pregunta básica: ¿cuál es la sensación del pacífico plateísta, cuando a cinco minutos de empezar un partido clásico, con la cancha llena, entra "su" barra brava a ocupar el corazón de la tribuna? Sin duda, de emoción. Incluso orgullo si la banda de su equipo es más grande que la del contrario.
Aislar a un grupo de delincuentes sin ningún consenso entre el resto de los actores de la industria futbolera, donde también están los jugadores, sería una tarea mucho más sencilla. Sin embargo, la tarea de aislar la violencia es más difícil, porque ese no es el diagnóstico correcto. Por los demás, no es menos cierto que esa relación de identificación entre los hinchas comunes y la barra brava, muchas veces se rompe. Porque ante ciertos conflictos que propone la circunstancia del partido o antes y después del mismo, la barra opera de manera violenta, porque la violencia es para ellos condición intrínseca. En cambio, a la gran mayoría de los mortales que pagan una entrada para ver a su equipo, en ningún caso se le ocurriría involucrarse en hechos de violencia. Entonces la alianza entre pacíficos y barras bravas se rompe y se restablece con los partidos.
En las canchas de fútbol argentino siempre existirán grupos más activos entre los hinchas, se trata de una cultura muy arraigada y es imposible imaginar que de un día para el otro los argentinos vivan un partido de fútbol como el público francés, por dar sólo un ejemplo.
El camino para erradicar la cultura de la violencia en los clubes tiene un primer paso elemental: democratizar las instituciones desde adentro, transparentar los actos y las finanzas, propiciar la participación de los socios en las decisiones. Y por supuesto, no utilizar a los bravos como grupo de choque contra los socios que sí quieren desarrollar estas premisas. ¿Accederán los actuales dirigentes del fútbol a cambiar y recuperar el sentido de las asociaciones civiles? ¿Se decidirán los socios a participar y recuperar los clubes antes de que sea demasiado tarde?