Zvenigorod, Rusia. - Por un camino que serpentea a través de bosques y prados pasan los elegantes autos y las camionetas deportivas de muchos rusos adinerados. A la vera del camino se ven hombres bronceados que cortan el césped con guadañas y mujeres que barren con escobas caseras. Junto a la carretera se venden papas y leña en puestos ambulantes. Pero también hay invernaderos que ofrecen arces japoneses y muebles de jardín, ayer artículos considerados como decadentes y hoy codiciados por los nuevos ricos rusos. A lo largo de los casi 40 kilómetros de carretera que conducen de Moscú a Zvenigorod, en los suburbios residenciales de la Nueva Rusia, ostentosas mansiones de ladrillo rojo alternan con chozas de madera, algunas de las cuales se remontan a antes de la revolución comunista de 1917.
Rusia en el verano de 2001, año diez de la era postsoviética, es un cuadro de consumismo desenfrenado y agresivo, en que las nuevas riquezas coexisten con viejas imágenes de la más arraigada pobreza. En un país donde el sistema comunista asignaba viviendas y casi no permitía los viajes al exterior, los carteles publicitarios de la ruta a Zvenigorod proclaman el cambio: Viajes a Grecia. Restaurantes japoneses. Casas de verano. Ropa de marca de los diseñadores internacionales. Gimnasios privados. Si uno sale de la ruta en determinado punto, la policía lo obliga a volver: es la dacha donde vive el ex presidente Boris Yeltsin. En otra salida, en cambio, se topará con una mansión de ladrillos abandonada a medio construir, colmada de niños rusos que visten harapos y fuman furtivamente en las sombras.
Hace diez años, caía la URSS. Fue un cataclismo que cambió la cara política del mundo, y las repercusiones aún se sienten en guerras civiles desde Chechenia hasta el Asia Central y en los pasillos diplomáticos desde la Casa Blanca hasta Pekín. Aún hoy, despojada de sus repúblicas soviéticas hermanas, Rusia sigue siendo el país más grande del mundo. Pero el antiguo monolito comunista, la superpotencia que abarcaba once husos horarios es ahora un conglomerado cuyas características principales son una capa delgada de personas muy ricas, una muy gruesa de pobres y una clase media vulnerable. Es decir, lo contrario de la sociedad igualitaria que el comunismo quiso construir y de la democracia próspera que Rusia anhela ser.
Libertad y paz civil
Apenas diez años después de que 100.000 personas respondieron al llamamiento de Yeltsin de enfrentar el golpe, muchos recuerdan el principio de los años 90 como una era de libertad y paz civil. Pero ya en 1993, Yeltsin había recurrido a la fuerza al intervenir con el ejército para someter a un Congreso rebelde y luego para aplastar una rebelión separatista en Chechenia.
Mientras tanto, unos pocos banqueros y empresarios vinculados con funcionarios de gobierno se hicieron fabulosamente ricos, compraron fincas en la Riviera francesa y depositaron fondos en cuentas extraterritoriales. Los ricos empezaron a enviar a sus hijos a escuelas caras en Europa, abarrotar sus casas de cristalería y platería, tomar sirvientes y viajar con guardaespaldas.
La nueva clase media pasaba las vacaciones en el extranjero, vestía a la última moda, renovaba sus departamentos. El país estaba inundado de importaciones occidentales, ropa, televisores, autos, comida, teléfonos celulares, computadoras, cámaras, productos de belleza. Pero pocos pagaban impuestos, la corrupción era desenfrenada y los inversionistas occidentales volvieron la espalda. En poco tiempo, el Estado se quedó sin fondos. Se desactivaron submarinos nucleares porque el Ministerio de la Defensa no podía pagar sus cuentas. Maestros, médicos y soldados no cobraban sus sueldos. Los trabajadores ferroviarios bloqueaban los trenes. Las cañerías reventaban, las fábricas se oxidaban, el invierno mataba. El sida, la tuberculosis y el consumo de drogas hacían estragos.
Para 1998, estaba claro que la economía rusa tenía los días contados. La burbuja reventó en agosto. La devaluación del rublo dejó a miles en la ruina. Cerraron bancos, quebraron empresas, la evaluación crediticia del país cayó a los sótanos. Un buen día, los rusos conocieron el lado oscuro del capitalismo.
En la actualidad, el desarrollo económico es desigual. El petróleo, el gas natural y las armas constituyen la mayor parte de las exportaciones rusas y dependen de que el dólar siga fuerte. Rusia no fabrica ninguna otra cosa que el mundo necesite. La tensión de estas transformaciones históricas deja su huella, sobre todo en el hombre ruso. Su esperanza de vida en 1999 era de 59,8 años. La del norteamericano es de 74,2. Y la población disminuye: hoy día alcanza 145,6 millones, es decir, 3 millones menos que en 1993. El sueldo mensual promedio es de 2.200 rublos, equivalente a 78 dólares. La pensión promedio es la mitad de esa suma.
Desde que sucedió a Yeltsin en diciembre de 1999, el presidente Vladimir Putin ha prometido remediar la situación y aparentemente ha logrado algún progreso. La tasa de impuestos se ha reducido al 13%, la mayoría de los trabajadores cobran puntualmente y Putin resiste la oposición de los comunistas de la vieja guardia a la aplicación de una reforma agraria muy necesaria. Pero los liberales rusos temen al presidente yudoka, que fue oficial de la KGB y elogia públicamente a la temida policía secreta soviética. Los liberales lo acusan de hostigar a los medios opositores y lo critican por permitir que el nuevo himno nacional ruso utilice la melodía del soviético. Los defensores de los derechos humanos dicen que las tácticas rusas en Chechenia son ahora más brutales que nunca. Una encuesta realizada por la Fundación Opinión Pública halló que el 79% de los rusos lamenta la caída de la URSS, comparado con el 69% que la lamentaba en 1999. Pero aunque algunos añoran el pasado y desconfían de los políticos, la participación en las elecciones presidenciales del año pasado fue del 65%.