Año CXXXIV
 Nº 49.188
Rosario,
miércoles  25 de
julio de 2001
Min 4º
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Reflexiones
Barenboim y Wagner

Sebastián Riestra

A pesar de ser ya muy viejo, el debate nunca deja de renovarse. Formulado en términos simplistas, se traduciría de esta manera: si el artista, en tanto persona, es objetable, su arte, ¿también lo es?
En términos simplistas, claro. Pero difícilmente con esa sonda tan precaria pueda bucearse en las aguas que se abren ante el observador de la áspera polémica desatada en Israel desde el último 7 de julio, día en que el director argentino Daniel Barenboim decidió que la orquesta Staatskapelle, que protagonizaba el concierto de clausura del Festival de Música y Drama, interpretara como cierre de la velada la obertura de "Tristán e Isolda", la monumental y renovadora ópera de Richard Wagner.
La prohibición no escrita de tocar obras de Wagner en el Estado judío se relaciona con causas tan atendibles como obvias. La identificación entre el genio de Bayreuth y la funesta ideología nazi llegó al punto de que sus partituras eran reproducidas en los campos de concentración, el más perfecto resumen de la perversidad humana creado hasta el presente. Y difícil, claro, sería negar el manifiesto antisemitismo del creador de "Parsifal", que lo llevó al punto de perseguir a sus colegas debido a su origen racial (notorio es el caso de Mendelssohn, de quien, sin embargo, valoraba enormemente la bella obertura "Las Hébridas", que cualquier melómano desinformado podría confundir sin vacilaciones con una obra del propio Wagner).
Pero la pregunta se repite, obsesiva. ¿Tornan el antisemitismo, o incluso la bajeza moral de Wagner, detestables a sus partituras? ¿Las convierten en nocivas, les confieren peligrosidad, las vuelven a tal punto deleznables como para que merezcan ser objeto de censura, esa misma censura que desde sus orígenes signó al régimen nazi? Más aún: ¿puede la música contener mensajes ideológicos? Hombre, por supuesto que no.
"Tristán e Isolda" no es "Mi lucha". Y Wagner no es Goebbels, ni Rosenberg, ni Goering. La belleza tiene en sí misma cualidades morales, y resulta tan misteriosa, tan inaprensible y tan extraña como el mismo espíritu humano. Quien la haya producido acaso carezca de importancia. Lo importante seguirá siendo la obra cuando el nombre de su creador haya pasado al olvido. Y difícilmente pueda creerse que la escucha de "El holandés errante", "Lohengrin" o las maravillosas canciones para Mathilde Wensendonk impulse a alguien a cometer actos de barbarie. Por eso Barenboim dirigió "Tristán e Isolda". Simplemente por eso.


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