Cuando nos comportamos mal, los seres humanos buscamos exculparnos para no afrontar el castigo. Del mismo modo, cuando las circunstancias nos juegan en contra y aquellas cosas por las que nos hemos empeñado ardorosamente se nos escapan de la mano, estamos propensos a echar la culpa a todos menos a nosotros mismos. Pero si bien esa es la condición humana del común de la gente, la adopción de la misma actitud por aquellos que tienen responsabilidad de mando en el gobierno, la empresa, la escuela o donde sea, resulta catastrófica. Precisamente porque quien ambiciona el poder debe tener dotes especiales dentro de las cuales la más importante es saber mandar y asumir las responsabilidades por lo que dice y hace. Si carece de tales cualidades, el ansia por conseguir el poder es una pasión morbosa. Este tema de ambiciosos-incapaces, tiene una relevante importancia para explicar porqué nos estamos deslizando por el plano inclinado que termina en el caos social. Hoy el gobierno es impotente para ofrecer soluciones inmediatas al creciente malestar de la población, está paralizado sin saber qué hacer y no alcanza a explicarse porqué le sucede de esta manera, sobre todo en materia económica que es donde tienen al único hombre activo, ingenioso y con sentido práctico de todo el elenco ministerial.
Los mercados no entienden
Envuelto en un contexto de personas abúlicas y carentes de pericia para gobernar, el ministro Cavallo se empeña en un esfuerzo sobrehumano para sustituir un liderazgo inexistente y pulsando todos los botones del arsenal de la política económica. Trata de hacer arrancar una economía que está en decadencia desde hace tres años, incursionando con políticas activas en casi todos los frentes excepto en el tótem del gasto público. Frente a este falso ídolo queda paralizado de terror porque, según su propia confesión, ya no actúa como técnico sino como político lo cual lo incapacita para enfrentar a la clase política, exigiéndole en nombre de la sociedad civil una profunda reforma administrativa del Estado y de las instituciones políticas.
Entonces da vueltas y más vueltas, tratando de mantener intacto un gasto público que fue groseramente incrementado durante los diez años del gobierno menemista, gran parte de los cuales lo tuvieron a él mismo como ejecutor de políticas permisivas. Como las cosas no están resultando tal como pretende, se indigna y busca chivos expiatorios: uno que la culpa es de los argentinos porque padecemos de depresión psicológica y otro la dificultad de comprensión de los demás, repitiendo hasta el cansancio frases muy sugestivas: "los analistas económicos son unos ignorantes", "los mercados no me comprenden", "Wall Street nunca ha entendido la convertibilidad", "van a equivocarse si creen que soy un tonto" y "los únicos economistas que comprenden el plan de competitividad son mis hijos".
Pero las cosas no son como las imagina Cavallo. Los mercados internacionales y la opinión pública argentina en forma unánime, no creen que sin atacar un gasto público desmesurado pueda haber reactivación por más esfuerzos que haga el ministro. Aunque creamos en él y todos nos ilusionemos con su tesis de que vamos a conseguir la reactivación aumentando impuestos y haciendo una verdadera alquimia de transferencias de ingresos, lo único que conseguiremos es pulverizar nuestras menguadas reservas líquidas.
Nosotros y el mercado entendemos la reactivación de otra manera. Lo primero de todo es que el Estado deje de quitarnos dinero, mediante impuestos y altas tasas de interés, para que las personas dispongan del fruto de su esfuerzo y las empresas comiencen a ser competitivas al bajar los costos fiscales y financieros. Después y a medida que vayamos comprobando que nuestras reservas líquidas aumentan en lugar de diluirse, empecemos a recobrar la confianza. El proceso de reactivación pasa de la imaginación a la realidad cuando se producen "tanteos exitosos" que cada uno hace con el incremento de su capacidad adquisitiva, animándose a gastar primero en bienes de consumo, luego en bienes durables para el hogar y finalmente en bienes reproductivos de orden superior. Esta escala jerárquica es de gran importancia porque el precio de los bienes de capital son justipreciados según el precio de las mercancías que gracias a ellos es posible producir y ese justiprecio de los bienes de consumo es el motor que transfiere rentas a todos los factores de producción, dentro de los cuales el trabajo y la empresa ocupan un lugar predominante.
La amenaza maniquea
Pero, sin darse cuenta, Cavallo ha caído en la tentación maniquea que le arruina todas sus buenas intenciones. El maniqueísmo fue una herejía que amenazó peligrosamente al mundo civilizado. Consistía en admitir que el universo está dirigido por el bien y el mal. El primero representado por Dios y el segundo por el Demonio. El demonio maniqueo es una fuerza terrible desatada por todo el mundo, decidida a ganar de cualquier manera mediante la mentira, el engaño y la simulación. Su estrategia secreta consiste en alterar constantemente las reglas de juego. El demonio maniqueo hace trampas porque sabe que el bien encarnado en los seres humanos les incita a obrar correctamente y no les permite mentir.
Cuando alguien lo está derrotando el maniqueo modifica las reglas para ganar y no se siente obligado a respetar ningún principio, por eso provoca inexorablemente el caos y la anarquía. Si hubiese triunfado la concepción maniquea del mundo, nunca hubiésemos alcanzado el desarrollo científico y tecnológico que hoy disponemos. Los famosos matemáticos Norbert Wiener y Johann von Neumann -padres de la informática y de la estructura científica que hizo posible fabricar los circuitos inteligentes de las computadoras- manifestaron que su descubrimiento fue posible porque rechazaron la idea del demonio maniqueo y adoptaron la idea del demonio agustiniano.
Según estos científicos el mundo occidental y la computación moderna pudieron salvarse del peligro maniqueo gracias a dos mentes poderosas: San Agustín obispo de Hipona (año 396) y Domingo de Guzmán (año 1217) quienes rescataron la idea de que en definitiva el bien vencerá al mal porque la suprema regla de juego a que está sometido el demonio ha sido impuesta por alguien muchísimo más poderoso que él.
De este profundo debate de ideas producido en los albores de la era cristiana ha surgido con claridad el convencimiento de que cualquier persona con responsabilidad de gobierno tiene por delante una tarea decisiva: trabajar continuamente por descubrir el orden natural, organizando a quienes dependen de su mando de tal manera que sea posible la cooperación voluntaria. El destino impone a los gobernantes la obligación de jugar una partida mortal contra su archienemigo: la desorganización, la mentira y la simulación.
Y todo esto es lo que estamos viendo ocurrir en nuestro país. El maniqueísmo de leyes que cambian dos por tres, de reglas de juego económicas que se modifican, de arteros anuncios de reformas impositivas lanzados los fines de semana largo, de la constante emisión de resoluciones que no permiten saber si cada uno de nosotros está dentro o fuera de la ley, todo esto crea confusión, caos y desorden. Nadie puede vivir y trabajar fructíferamente en un entorno donde las reglas pueden ser modificadas en forma sorpresiva y hasta con efectos retroactivos. Cuando la política monetaria, cambiaria, comercial, impositiva, laboral y aduanera adoptan el camino actual de rechazar hoy lo que ayer era válido, esa frenética movilidad crea un enorme coeficiente de inseguridad y provoca constantes alteraciones en los precios relativos.
A partir de allí se desvirtúan las relaciones estables de precios que constituyen la trama sutil a través de la cual se deciden las inversiones. Para poner en marcha el país se requiere una larga permanencia de las normas impositivas y las reglas de la política económica porque sin tal estabilidad desaparece la propensión a invertir, las oportunidades se diluyen y se destruyen los mecanismos que permiten hacer funcionar el orden de la competencia. Si seguimos alterando las reglas de juego económicas y fiscales, el demonio maniqueo terminará sumiéndonos en el caos social y el predominio de unos pocos monopolios. Es hora de comprender aquellas cuestiones sutiles pero decisivas que están detrás de las cosas prácticas para no seguir echando la culpa a "mercados que no nos entienden".