Silvina Dezorzi
-¿Qué opina de que siete de cada diez rosarinos crean que no existe un proyecto común de nación? -Es un síntoma justificado. Responde a una experiencia de desagregación comunitaria a que el país estuvo sometido casi desde mediados del siglo XX. Primero por la desestructuración de la vida constitucional y luego por la creciente concentración de poder político en los protagonistas sectoriales, que fueron generando una fragmentación muy profunda. Ella configura el escenario donde una opinión como ésta es posible. Por eso, la responsabilidad primordial de la política hoy es asumir su protagonismo como diseñadora de un proyecto a cuya convalidación deben concurrir muchas fuerzas. Un proyecto sin sentido si no es cultural, mucho más que un proyecto técnico o especializado. Responde a la capitalización que una comunidad hace de sus padecimientos. -¿En ese proyecto la responsabilidad primordial es de los dirigentes? -Es responsabilidad de las figuras representativas de los poderes de la Nación, que deben imbuirse de un concepto de cultura del que hoy carecen: la cultura opera como una periferia prescindente del quehacer político y es una expresión anémica de la vida social. En consecuencia, debemos revertir ese modelo retornando a un concepto de política asentado en una auténtica concepción cultural de la existencia. Si no, nuestra dirigencia seguirá siendo sectorialmente representativa y nacionalmente insignificante. -Hace unos días dijo no recordar una crisis tan grave como esta. ¿Por qué? -Porque es una crisis terminal en la Argentina. Vale decir, agota la posibilidad de que el modelo vigente se restituya y pueda proseguir. Y los procesos de agonía de modelos de organización son muy prolongados. Llamo terminal a la crisis de un modelo, no de una nación. -O sea, no es apocalíptico. -De ningún modo. El riesgo más alto que hoy corre el modelo vigente, estructurado sobre un concepto administrativo del poder y no de desarrollo, nace de la contribución de este modelo enajenado al descrédito de la democracia. La caída de la democracia como modelo de expectativa colectiva se funda en la experiencia desgraciada que la vida constitucional tuvo en los últimos 15 años por no poder reconciliar la ética y la eficacia, no poderse erigir como alternativa verosímil para una comunidad fragmentada y descreída. Los poderes representativos de la vida institucional deben evidenciar que son capaces de encarnar ideales colectivos y escapar a la contaminación pavorosa del corporativismo infernal en que hoy están sumidas y que hace de ellas instituciones sin representación pública. -¿Cree que eso se va a traducir en las próximas elecciones? -Creo que va a ser ocasión para advertir tanto esa lentitud del proceso que lleva a redefinir la vida partidaria como un índice extraordinariamente saludable de las expectativas populares. Ese indicio se vio en la exigencia de las últimas elecciones presidenciales por constituir un gobierno de coalición: una exigencia altísima de civismo y de madurez democrática. -Lástima que la respuesta no estuvo a la altura de la demanda. -El pueblo no se equivocó. Su exigencia muestra una demanda de madurez popular notable en un país que siempre tendió a respaldar el caudillismo y la fragmentación. Por primera vez se solicitó a la conducción política que estuviera a la altura de un desafío integrador, una altísima expresión de civilidad democrática, pero la clase política no estuvo a la altura de esa demanda porque su educación, que condiciona las aptitudes del temperamento para el ejercicio de la función pública, se lo impidió. El modelo pasado, anacrónico, pudo más que la demanda renovadora e imaginativa que la sociedad hizo a la dirigencia. Pero a mediano y largo plazo es un indicio espléndido de la orientación que va tomando la exigencia popular sobre la organización de sus fuerzas representativas. -¿Qué opina de que la enorme mayoría de los rosarinos se autodefina como indiferente, corrupta y discriminatoria? -Si no es una declaración cínica, implica una autoconciencia crítica muy alta y un valor cívico espléndido. Al margen de si es una caracterización certera, el hecho de que una sociedad pueda abrir juicio sobre sí misma y considerarse desde el punto de vista ético involucrada en lo mismo que combate revela un grado de sensibilidad y una apertura a la interdependencia que puede ser un capital a la hora de sanear la praxis social y el ejercicio político. -¿Le preocupa que los jóvenes se vayan o deseen irse del país? -No. Es natural que aspiren a irse y a vivir en un contexto más sano, aunque no son tantos los que tienen recursos para hacerlo. Además, la rentabilidad política de ese anhelo es una auténtica riqueza porque es una denuncia de los jóvenes ante el temor de que el país les niegue ya no garantías de futuro, sino siquiera un presente significativo. Así como en el Proceso y la expansión de la guerrilla muchísima gente se fue del país para salvar su vida sin renunciar a su identidad nacional, hoy se trata de que los jóvenes aspiran a salvar sus vidas renunciando a la identidad nacional. Uno se pregunta si se equivocan o es el país el que contribuye a darles la razón. -El siglo XX, según dónde se estuviera parado, tuvo grandes fantasmas: la amenaza nuclear, los totalitarismos, los golpes militares, entre otros. ¿Cuáles cree que son los fantasmas de hoy? -Es difícil saber qué grado de conciencia tiene la gente. Señalaría cuatro problemas que alcanzarán fuerte protagonismo en el siglo XXI. El primero lo plantea la globalización, en la medida en que encarne un proceso que, aspirando a la funcionalidad planetaria dentro de un concepto de universalidad, ignore la importancia de las singularidades. Una universalidad que crece a expensas de sus elementos particulares más bien se pierde en una abstracción totalitaria: el totalitarismo puede cambiar de semblante, pero no de propósito. Segundo, en la vertiente opuesta, Latinoamérica corre un riesgo de volatilización de identidad, nacido de la fragmentación de los Estados nacionales por la ausencia de modelos democráticos realmente coexistentes. Aspiramos a un mercado común, del que el Mercosur es expresión, pero a la vez hay un contexto hemisférico donde la integración con los vecinos se ve comprometida por la fragilidad interna de las naciones. Un tercer problema es que el auge del espíritu tecnocrático termine generando una clase dirigente sin cultura como para comprender su responsabilidad en la gestación de un pensamiento crítico. No hay que confundir modelos funcionales con modelos éticamente representativos: funcionalidad y ética no son lo mismo. El cuarto elemento es una creciente inscripción de la naturaleza como preocupación inédita. Durante centenares de miles de años el hombre bregó para abrirse un lugar en la naturaleza: a ese esfuerzo se llama cultura. En el siglo XX empieza a vislumbrarse más y más, hasta llegar a ser escandalosamente evidente, que hoy debemos generar recursos para impedir que la naturaleza desaparezca. Si antes el hombre debía abrirse un lugar en ella, hoy es indispensable que le haga un lugar a ella.
| Para el poeta, la Alianza fue un gesto de alto civismo. | | Ampliar Foto | | | Notas
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