Hannover, Alemania. - Fue un día de sol, un domingo sin nubes, de cielo azul intenso, aquel 22 de junio de 1941 en el que se inició la operación Barbaroja (Unternehmen Barbarossa). Ese día, en horas de la madrugada, más de tres millones de soldados alemanes invadieron por sorpresa la Unión Soviética. La Alemania nazi, en sus delirios de expansión territorial, abría en el este europeo un nuevo frente en su ofensiva militar de la Segunda Guerra Mundial. Iba a ser la parte más sangrienta de la guerra, una campaña de aniquilamiento racista para los pueblos eslavos y la población judía del este europeo.
Tres años después de comenzar la conflagración mundial con la invasión a Polonia, en septiembre de 1939, Adolfo Hitler había resuelto romper el pacto de no agresión que los nazis habían firmado con la Unión Soviética de José Stalin.
Los soldados alemanes no sabían que con su marcha sobre territorio soviético iban hacia la perdición. A su vez, el régimen hitleriano no sabía que iba a ser el comienzo del fin de su delirio de grandeza imperial y que tres años más tarde, en mayo de 1945, iba a terminar en Berlín, con la capitulación total de un país en ruinas y la bandera roja de la URSS flameando en el edificio del Reichstag (Parlamento). Pero antes, la Unión Soviética tenía que pagar un sacrificio muy alto en su defensa contra la invasión: unos 27 millones de personas morirían en tierra soviética, de un total de entre 40 y 50 millones de víctimas de toda la guerra.
Preguntas sin respuestas
En los primeros meses de la invasión, la Wehrmacht alemana arrolló cuanta oposición se le venía encima. Casi seis millones de soldados y voluntarios de los distintos pueblos soviéticos fueron tomados prisioneros. Más de la mitad jamás volverían a ver su tierra.
Sesenta años después de la invasión, los rusos siguen buscando a sus muertos, por ejemplo en los campos de detención de Bergen-Belsen, en Baja Sajonia, en los que se hacinaron hasta 100.000 cautivos y en el que ayer se celebró el acto oficial conmemorativo por las víctimas de la invasión. "Los familiares de los soldados rusos presos quieren saber dónde, cuándo, y cómo murieron sus padres, abuelos, hermanos o esposos", explica Rolf Keller, uno de los responsables alemanes en los programas de acercamiento entre organizaciones rusas y alemanas. "La gente está exigiendo las respuestas que se les viene negando desde hace décadas". "Es incesante el pedido de informaciones que recibimos, sobre todo después del desmoronamiento de la Unión Soviética", agrega Keller, quien da una explicación por la avidez por encontrar respuestas a las preguntas aún abiertas: "Durante la época del estalinismo, los soviéticos tenían, entre otros tantos temas tabú, el de los prisioneros de guerra".
Para Stalin, aquel prisionero de los alemanes que no moría y lograba sobrevivir era sospechoso de haber colaborado con los nazis. Y en parte, reconoce Keller, Stalin tenía razón: casi no hubo sobrevivientes rusos entre los prisioneros de guerra en Alemania. De los 20.000 prisioneros que en el invierno de 1941-42 se encontraban vegetando a la intemperie o en cuevas en el campo de detención de Bergen-Belsen, casi ninguno sobrevivió: murieron de frío, de las heridas no atendidas, de hambre. Para los nazis, los soviéticos eran "seres infrahumanos".