Hernán Maglione
Nunca fui afecto a la cábalas, pero no me quedó otra opción que rendirme ante la evidencia. Corría 1995. San Lorenzo llevaba más de dos décadas sin títulos y, mientras las burlas y las comparaciones con Racing se reiteraban, empezaba a pensar con preocupación si alguna vez podría festejar personalmente, más allá de aquellos héroes azulgranas a los que sólo conocía a través de las enciclopedias de fútbol. Enfrentábamos a Mandiyú, un equipo que -al menos en los papeles- no tenía por qué traernos complicaciones. Mis insultos acompañaron armoniosamente cada replay del gol correntino. Instantes después, mis hijos dejaron olvidada en el comedor una absurda pelotita rosa de gomaespuma que rodó hasta mis pies. Sin imaginar que se trataba de un designio divino, tomé la pelota entre mis manos. Gol del Gallego González. Gol del Diablo Monserrat. Pese a que dimos vuelta el partido en cuestión de minutos, no estaba demostrado que fuese obra del pequeño balón de gomaespuma, pero por las dudas... Así llegarían cuatro victorias y un empate, siempre acompañado (por las dudas) de la pelotita rosa. Todos mis reparos sobre el poder sobrehumano de mi talismán se disiparon en la decimoséptima fecha, más exactamente cuando mi pequeña sobrina se atrevió a morder el adminículo rosa, mientras mis gritos se confundían con el relato radial del gol de Vélez. Conservé la cábala, por supuesto. Aún cuando, en la última fecha, Gimnasia llegaba con las chances intactas para coronarse campeón. Creo que el corazón se me detuvo durante un par de segundos cuando Netto pateó el penal a las nubes, y pensé qué la falla había sido mía, quizás por no sostener con suficiente fuerza la pelotita rosa. Pero no: fue ella la que cabeceó junto al Gallego González y la que casi rompe la red de Noce, ayudada por el zapatazo de la Chancha Mazzoni. Pocos partidos después demostré que de poco sirve ser campeón: las cábalas deben renovarse con cada campeonato. Apenas la pelotita rosa perdió su poder, apelé a encendedores, posturas, alguna radio en particular, nuevos balones, no saludar a un compañero tan cuervo como yo, o prender un cigarrillo apenas comenzaba cada tiempo. Incluso alguna vez pensé en no ir a la cancha, tan sólo porque no podía llevar conmigo el sillón de la suerte. Recuerdo una Copa Libertadores en que usé el cenicero equivocado y, mientras buscaba mi amuleto y desparramaba cenizas por toda la casa, escuchaba los goles contrarios. Decidí comenzar el siglo con una nueva cábala: nada de cábalas. No me resultó sencillo. En más de una ocasión me descubrí cerrando los puños ante un ataque rival, aferrándome a un viejo encendedor en un tiro libre o apoyando con fuerza ambos pies contra el piso ante un córner sobre la hora. La goleada a Talleres en Córdoba me hizo pensar que este era un equipo en serio, y casi sin querer la cábala fue hinchar por River a viva voz, en cuanta ocasión se me presentara. En la oscuridad de mi cuarto festejé el gol de Derlis Soto como si Huracán hubiese sido el mejor amigo de los cuervos pero, apenas recibí el primer llamado de felicitación, afirmé sin titubeos que Unión daría el batacazo y redoblé la apuesta por el Tolo Gallego. Gracias al cielo que no fue así. Antes de ir a dormir, besé la pelotita rosa y guardé junto a ella el viejo encendedor. Será tiempo de empezar a pensar en un buen talismán para la Copa Libertadores, todavía lejana, pero la hazaña de lograr por primera vez un título internacional debe ser un tema a tratarse con seriedad y con la debida preparación. Pocas horas después de que Manuel Pellegrini nos regalara el noveno torneo de nuestra historia de sufrimiento, mi hijo encontró en la calle un llavero que yo había perdido días atrás. Quizás sea el amuleto que estoy buscando.
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