Clara Sereni
Cuando salen y hace frío, ella le levanta el cuello del saco, lo envuelve bien con la bufanda. Él, como siempre, la abraza fuerte y le deja en las mejillas la huella húmeda de muchos besos. Por la calle él manda sonrisas, saluda muchas veces: pocos le contestan, sin embargo él mantiene su aire feliz. Ella lo lleva de la mano, para que no corra a abrazar desconocidos. En la plaza del mercado brillan tres fogatas hechas con maderas de cajones de fruta; alrededor, muy abrigados, los vendedores toman capuchinos calientes, golpean los pies sobre el empedrado helado para calentarse, intercambian comentarios sobre el frío y la estación. La vieja del puesto de la verdura tiene el pañuelo de lana ajustado alrededor de su cara oscura, el chal cruzado sobre el pecho caído. Limpia espinacas con las manos agrietadas, su frío es solitario e irremediable. Delante de las llamas anaranjadas, el chico aplaude contento, los reflejos brillan sobre el vidrio de sus anteojos espesos. Acercándose él, el grupo se disuelve, un revoloteo asustado de pájaros negros. Cada uno vuelve a su puesto y empieza a trabajar, el chico busca inútilmente cuerpos para abrazar: sólo su madre está allí, siempre cercana para protegerlo de las desilusiones. En el otro extremo del mercado la vieja con un cuchillito empieza a limpiar una zanahoria. El hijo y su madre atraviesan la plaza de la mano, hay tanto frío alrededor. Ella compra bananas, queso: está acostumbrada al silencio de la gente, a la incomodidad o a las palabras de conveniencia. A la condición de invisibles, cuando te miran y hacen como si nada. Sólo su hijo no se acostumbrará nunca: de hecho sus manos toscas y paspadas siguen mandando besos al cielo, sonríe a su alrededor, regala guturales declaraciones de amor que nadie recoge. La vieja limpia la zanahoria debajo del chorro de una pequeña fuente, sacude el agua con energía y cuidado. Vuelve detrás de su puesto, la espera está cubierta de gestos comunes, de orden o de limpieza. Madre e hijo avanzan por el mercado, las voces que los rodean no le interesan, las palabras que se intercambian no penetran el muro invisible que los circunda. Una sonrisa más amplia deja ver los dientes feos del chico, los anteojos le bailan sobre la nariz en una felicidad no contenida: entonces su madre le deja la mano, lo deja como cada día correr hacia el puesto de las verduras. El rostro amargo de la vieja tiene mil arrugas, ahora más marcadas mientras el nene se le acerca: con una mano tiene la zanahoria bien cerrada en una bolsita de plástico con la otra lo saluda. El pequeño busca en los bolsillos las monedas que su madre le dio antes de salir, la costumbre de cada día para acostumbrarlo a crecer. Hoy no las encuentra, no trata de buscarlas y en cambio corre atrás del puesto: toma la mano de la vieja, la balancea, la aprieta, sigue con ese vaivén, con su juego. Ella gruñe algo entre dientes, la edad o alguna otra cosa la vuelven incapaz de palabras: se limpia las manos en el delantal, dos veces, después acaricia los cabellos del nene despacito, como si tuviese miedo de hacerle daño. O de verlo escapar. Con las dos manos él se aferra a la caricia, mueve la mano apretada sobre su cabeza Y sobre su cara: los anteojos se caen, mira hacia el cielo con los ojos feos de párpados glabros, semiciego y sonriente. Las dos mujeres se agachan juntas para recuperar los lentes, la vieja a pesar de las indecisiones es más rápida: mientras lo ayuda a acomodar las patillas detrás de las orejas sus dedos son suaves y dulces. Bien apretada en su tapado la madre busca el monedero: -Gracias por todo -dice-. Y discúlpeme. -De nada -contesta con voz firme la vieja, ignorando el gesto y el dinero. Abrigándose con el chal se aleja del chico y empieza a ordenar en el puesto coliflores y cebollas. Desnudo de caricias, el nene se queda como clavado sobre el asfalto, la boca abierta y los brazos caídos, desolado. Su madre baja la mirada, pasa de un brazo al otro las bolsas de las compras, la mano libre servirá para llevárselo. Iluminado por una decisión repentina, el nene empuja a su madre con una energía imprevista que casi la hace caer, y usando la cabeza y todo el cuerpo la empuja atrás del puesto. Firme, como defendiendo su territorio, la vieja se aferra a la madera y no se mueve: las dos mujeres casi llegan a tocarse, no saben qué hacer porque él sigue empujando, violento y determinado, de una manera inusual en él. Se tienen que mirar a la fuerza cuando les toma las manos, las une, diciendo: -Te quiero, mucho gusto, buen día. Las mujeres intuyen. Para que deje de empujar, sólo para conformarlo se dan la mano, cada una pronuncia su propio nombre y en el saludo: -Mucho gusto. -Mucho gusto. El no deja de insistir, quiere verlas más cerca, el frenesí que lo agita está por hacerlo llorar: -Te quiero -repite. La vieja se anima y abre los brazos, levanta los hombros para restar importancia: incómoda. la madre se acerca al abrazo. Dos marionetas en el frío y él el titiritero, una representación, un espectáculo para conformarlo: un abrazo de melodrama actuado con poca convicción. Sin embargo cuando el vapor de los alientos se confunde en nubecitas blancas la actuación se vuelve emoción, el abrazo se hace apretado y eficaz: se besan en las mejillas dos veces y es una elección. Sonrojadas por el imprevisto se separan, él las vuelve a tomar de la mano, una de un lado y la otra del otro: -Escuela: todos -dice. Sin preocuparse del puesto abandonado, la vieja lo sigue, su madre está lista. Cruzan de la mano el mercado: las arrugas de la vieja sonríen, el nene saluda al viento, su madre avanza como una reina. A medida que pasan la gente se corre: pequeñas alas de multitud para una marcha triunfal.
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