Uno mundo externo. Sofocante. Con huellas de protesta en cada esquina. Con aire intoxicado por el irrespirable olor a goma quemada. Con estudiantes que reclaman, con trabajadores que marchan, con taxistas descontrolados que confunden calles con veredas. Con vagabundos pidiendo en las escaleras de subtes desbordados y chicos que venden baratijas para poder comer. La capital de la república vive su ritmo cotidiano. Con empresarios que cenan en el lujoso y resplandeciente Puerto Madero. Con punguistas que están al acecho en cada esquina. Con gente que va y viene. Que se choca, que no se mira. Que sobrevive. Pero también hay otro mundo. Uno interno. Diferente, pequeño y organizado. Con histeria domesticada. Con individuos dispuestos a disfrutar de un espectáculo deportivo, preparados para degustar, aunque sea por unas horas, de un show que los haga olvidar de lo que pasa afuera, en la asfixiante y deslumbrante Buenos Aires. Ayer, el Luna Park fue escenario de una fiesta que ayudó a ponerle color a la gris vida cotidiana de esta sociedad. Por eso, ya antes de que Argentina enfrentara a España se palpitaba un clima especial en las tribunas. Chicas adolescentes pintadas de celeste y blanco, abuelos y nietos con banderas argentinas y delegaciones de vóley de distintas partes de Buenos Aires, disfrutaron de un espectáculo distinto. Porque adentro estaba todo organizado: promotoras que repartían raspaditas, sorteos de remeras, juegos, y, especialmente, la voluntad de la gente en abandonar el clima pesado que respiran cotidianamente y entregarse a dos horas de entretenimiento. Y ellos también fueron protagonistas. Al menos eso es lo que se intentó por parte de los encargados del espectáculo que se vivió en el Luna Park. En cada entretiempo se los invitaba a ingresar a la cancha a realizar diferentes juegos. Los que no transpiraron la camiseta aguardaban que la fortuna los tocara y se pudieran hacer acreedores de una camiseta de la selección autografiada por los mismos jugadores. Y más allá de la derrota de Argentina, de la bronca por la falta de respuestas del equipo, por el fastidio de quedar lejos de la clasificación, las 8000 personas que se acercaron al Luna, vivieron un día especial. Dejaron atrás sus problemas y se sumergieron en un mundo diferente. Por dos horas, la realidad fue otra. Después todo volvió a ser como antes, el último tanto de España fue la orden para volver a lo cotidiano, para hacer cola en un subte que no da abasto. Para mirar a todos lados y tener la billetera apretada. Tras más de horas de esparcimiento, los ciudadanos volvieron al mundo. A transitar la urbe de la furia, que devora y endiosa sin distinciones de sexo y raza. Como diría Joaquín Sabina, una ciudad a mitad de camino entre el infierno y el cielo. F.G.
| |