Evaristo Monti (*)
"Un empleado que pierde su puesto de trabajo es un paso atrás de la sociedad", dijo con propiedad, valoración social y realismo el gobernador de la provincia, Carlos Reutemann. Y fue él, con su par cordobés, José Manuel De la Sota, y su colega bonaerense, Carlos Ruckauf, quienes alarmados por la merma en la venta de automóviles propiciaron mecanismos de rebajas tributarias que permitieran excitar el negocio. Es que un traspié sectorial tiene un costo económico, otro financiero y, el peor, la gente se queda sin empleo. Si hay una llaga en la sociedad argentina es el desempleo, madre de todas las desdichas. Quedar desempleado no significa exclusivamente el desfinanciamiento del hogar, es la destrucción de la autoestima de quien desespera por encontrar una identidad que tuvo cuando trabajaba. La caravana del desempleo es un largo tránsito a la nada. Cuando una fuente de trabajo cierra, un abanico de dolor se abre. Ese es el punto. Para evitar la expulsión de personal hubo que hacer concesiones de todo tipo a las empresas del transporte urbano, desde eliminar gravámenes hasta aumentar el pasaje, porque de lo contrario no eran 200 o 300 trabajadores cesantes, era la forzosa parálisis de múltiples tareas que sin desplazamiento de gente quedarían fuera del circuito. Otorgamos, para crear empleo, facilidades a formidables sociedades extranjeras. Créditos, exenciones impositivas, flexibilización laboral, aportes patronales resignados, inventos de competitividad, imaginación de productividad, creaciones a veces fantasiosas pero atendibles en el marco de promover ventas, estimular negocios, favorecer la circulación de dinero. Todo para que, en la cadena, haya empleo. Se oficializó el juego pensando que un remanente va a socorro social. Desde hace décadas hay un inconcluso debate sobre el célebre e inexistente casino en Rosario pensado como paliativo a la falta de trabajo. Si algo explica el entrecruzamiento de argumentos por el negocio de la noche es que, al fin de cuentas, mucha gente se gana la vida trabajando en el sector. Las páginas de esta edición no alcanzarían para albergar tantas cogitaciones, argumentaciones y exposiciones sobre la súper-vacuna que excita al desarrollo de una comunidad: el trabajo. Su ausencia se ha querido emparchar con planes que huelen a limosna cuando no a clientelismo político. Entonces ¿a quién se le ocurre que un universo de 2.000 personas afectadas directa o indirectamente a los bingos de Rosario deban quedar en la calle porque un tribunal cambió su jurisprudencia? Digamos la verdad, no se conoce a nadie que haya sufrido daño alguno por un bingo. En tal caso, la ciudad de Buenos Aires, que los tiene de todos los tamaños, estaría demolida. Hace 15 años que centenares de familias viven honesta y limpiamente de su trabajo en los bingos. ¿No debería ya el gobierno emitir un decreto ordenando que, hasta tanto salga la ley de juego, que tiene media sanción legislativa, los bingos pueden funcionar? Leímos esta estadística: en Rosario el empleo subió el 0,7%. No es mucho, pero la caída se revirtió. Sería penoso imaginar que haya perversos deleitándose porque cerrando los bingos conseguirán que ese porcentaje se trastoque, echando a la calle gente buena. Habría que recomendarles el libro de un gran autor: Aporías. La aporía es un escollo difícil de salvar. El tema bingos demuestra que conviven con nosotros tétricos fabricantes de aporías. (*) Presidente del bloque de concejales peronistas
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