Beatriz Vignoli
Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933), junto con Norman Mailer y Saul Bellow, pertenece a la generación de escritores norteamericanos de la Costa Este que en la segunda posguerra, igual que el capitán Ahab tras la ballena blanca Moby Dick, se lanzaron tras una obsesión: escribir la Gran Novela Americana. Empresa difícil: el origen judío de estos autores los sitúa ante la violencia simbólica del antisemitismo, cuyas expresiones adquirieron formas particularmente insidiosas en una sociedad que se jactaba de haber salvado la democracia. Para peor, al horizonte de la novela nacional posible lo había trazado un cultor de la idea más brutalmente gentil de masculinidad como condición de la producción literaria. No es de extrañar que la virilidad siga siendo el tema por excelencia para estos novelistas: Mailer se convirtió durante los cincuenta en una caricatura de Ernest Hemingway, Bellow se obsesionó con el motivo de las relaciones trágicas entre padres e hijos y Roth optó por tomarse todo el problema (insoluble) con humor (amargo). Su vasta obra se inició auspiciosamente con un volumen premiado, "Goodbye, Columbus", y tuvo un punto culminante en "El lamento de Portnoy", un largo soliloquio donde el efecto cómico brota del ejercicio furioso de una inteligencia feroz, y la furia surge a su vez de una herida narcisista incurable. Después vino la saga de Nathan Zuckerman, un eterno aprendiz siempre en busca de un padre sustituto, una esposa glamorosa, y una cabaña en el bosque donde retirarse a escribir la Gran Novela Americana. Como narrador, Nathan extrae sutiles efectos humorísticos de una contradicción particularmente engorrosa del machismo norteamericano: si la virilidad se aprende de otros hombres, más astutos y experimentados, en la intimidad con ellos, luego: se adquiere poniendo a la virilidad misma en peligro... y Roth, un experto en temas tabú, vuelve a visitar esos sitios donde se cruzan sexo, raza, religión y política en proporciones álgidas. Ahora Nathan ha envejecido, y asiste por segunda vez a la caída de su ídolo juvenil, Ira Ringold, alias Iron Rinn, a través del relato de Murray Ringold, su antiguo profesor de literatura, quien, en seis noches de narrar y pensar en voz alta, le regala suficiente material para escribir la Gran Novela Global, tema: los horrores del macarthismo. A Nathan le queda poco tiempo, pero Roth parece haber descubierto que la mejor manera de batirse con éxito contra el fantasma de papá Hemingway y arrebatarle al fin ese gran pez, ese Libro de los Libros, ese trofeo imposible, es aliándose con los fantasmas de Raskólnikov y de Hamlet. Alude entonces a "Crimen y castigo" de Dostoievski, y cita pasajes de varias tragedias de Shakespeare que tienen en común el tema de la traición. Pero Ira Ringold no da bien el pinet como héroe trágico; su falla trágica, como no podía ser de otro modo en un mundo de seres imperfectos, es precisamente su integridad moral. Lo mueve la misma furia visceral e inexplicable que al típico héroe rothiano. Pero como asesino arrepentido Ira no es ningún Raskólnikov, y resulta ser demasiado energúmeno y tonto para que la cabaña en el bosque lo haga reflexionar. Por su parte, la Sonia que él ama es una actriz radiofónica narcisista y masoquista, peligrosamente llamada Eve, quien prefiere hundirlo en vez de salvarlo: firma el libelo contra él que da título al libro, convirtiéndolo en víctima de la caza de brujas del senador McCarthy. Ni siquiera la archivillana Katrina Van Tassel Grant se comporta como era de esperar según su modelo dostoievskiano: si Katerina Ivánovna moría de humillación en las calles de San Petersburgo, su clon americano oficiará de anfitriona en el funeral de Nixon. Con todo su humor satírico, "Me casé con un comunista" es la historia de una tragedia desangelada, a la que Nathan y Murray interrogan una y otra vez, con un singular pesimismo respecto de la condición humana. Si bien demasiado férrea en sus propósitos y estructura, y demasiado irónica respecto de su propia gran ambición como para alcanzarla, esta novela brinda algunas perlas, algunas páginas donde la narrativa realista se deshace de cualquier material hecho a medida para sus críticos literarios (cábalas inagotables con el nombre del héroe, tics de autor) y asume decidida la misión de iluminar la experiencia humana. Por ejemplo, ofrece un retrato despiadado del militante de hierro en la figura de Johnny O'Day, tal vez la descripción más justa y menos sentimental que un escritor judío haya hecho jamás de un comunista católico fanático. Para quienes encuentren semejanzas entre esta obra y las de Kurt Vonnegut, un maestro de lo que en los años 60 la crítica dio en llamar "humor negro estructural", cabe señalar por lo menos una diferencia: en el universo de Vonnegut, que es casi siempre un mundo en guerra, el héroe se encuentra indefenso a merced de un horror que es el resultado de la estupidez institucional y la negligencia colectiva. En el de Roth, la responsabilidad de la propia catástrofe es, en última instancia, individual. Que esto no se confunda para nada con una ideología perversa de "víctimas culpables" constituye el principal mérito de su procedencia excéntrica, no WASP.
| El autor, Philip Roth, en épocas de su juventud. | | Ampliar Foto | | |
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