Osvaldo Aguirre
"Nos hallamos ante un caso de criminalidad horrenda -se lee en una nota de la revista Caras y Caretas de diciembre de 1912-, que la ciencia clasifica con toda claridad; ante un caso de hombre-fiera, de hombre a quien le faltan aquellas condiciones de propio contralor que dominan los instintos y diferencian de las bestias a los individuos pertenecientes al género humano". Semejante presentación hacía honor a un personaje que por entonces causaba un horror generalizado: Cayetano Santos Godino, apodado el Petiso Orejudo. La primera denuncia contra Godino fue presentada por su propio padre, un inmigrante calabrés. En abril de 1906, cuando el Petiso tenía 9 años, Fiore Godino se presentó ante la Comisaría de Investigaciones de la ciudad de Buenos Aires para decir que su hijo "es absolutamente rebelde a la represión paternal, resultando que molesta a todos los vecinos, arrojándoles cascotes o injuriándolos". En ese momento Godino mostraba ya una de las características de su extraña personalidad: los actos de crueldad contra animales. Fiore Godino daba cuenta en su denuncia que el chico se había entretenido dando muerte a unos pájaros domésticos. El hombre pretendía que la policía se hiciera cargo de su hijo; más tarde, el Petiso terminó por ser encerrado en un reformatorio de Marcos Paz. El paso por esa institución no corrigió las tendencias de Godino. Por el contrario, apenas recuperó la libertad, en 1911, se dedicó a su carrera criminal. Más tarde, cuando se convirtió en un objeto de estudio psiquiátrico, algunos peritos destacaron que se trataba de un imbécil, en el sentido estricto del término: alguien despojado de inteligencia. Sin embargo, el Petiso consumó sus atentados con un método determinado y, sacando provecho de su aspecto de idiota, demostró capacidad para ganar la confianza de sus víctimas y engañar a quienes pudieran amenazar sus oscuros placeres. El teatro de sus hechos fueron conventillos del barrio Parque Patricios. En general el Petiso atraía a chicos menores de él con golosinas -o se ofrecía a jugar con ellos- y los llevaba a casas abandonadas o baldíos, para desplegar el rito criminal. Una de sus primeras víctimas fue Miguel de Paoli, un chico de 17 meses. Godino lo llevó a un baldío, donde lo golpeó y arrojó contra un cerco de espinas. La escena fue advertida por un agente de policía, pero el Petiso tuvo una reacción rápida: dijo que había encontrado al chico en el baldío e insistió en llevarlo ante la madre, quien lo recompensó con unas monedas. El siguiente ataque tuvo un resultado similar. Esta vez el Petiso tomó a Severino González Caló, un chico de dos años, e intentó ahogarlo en la pileta de una caballeriza. Los ruidos atrajeron al propietario del lugar y a un peón, quienes interrogaron a Godino. -Se acaba de ir una mujer baja y vestida de negro -respondió el Petiso, mientras acariciaba a Severino-. Por suerte llegué a tiempo para salvarlo. La tercera vez también resultó frustrada: con un cigarrillo, Godino intentó quemar los ojos de Julio Botte, de 22 años. Los llantos del chico atrajeron a su madre. Al mismo tiempo, Godino daba rienda suelta a su crueldad con los animales -mató con un cuchillo a un caballo, en el episodio más grave- y a un demencial impulso piromaníaco: en un corto lapso de tiempo provocó incendios en dos casas, una fábrica de ladrillos, una estación de tranvías y un corralón de materiales. Cuando se le pidieron explicaciones al respecto, respondió: -Me gusta ver trabajar a los bomberos. Es lindo cuando caen en el fuego. Godino cometió de esa manera su primer asesinato. Fue el 7 de marzo de 1912, cuando prendió fuego a las ropas de Reina Bonita Vainicoff, una nena de 3 años, que falleció tras una agonía de dieciséis días. En septiembre del mismo año, el Petiso llevó al pequeño Arturo Laurora a una casa desocupada del barrio San Cristóbal. El criminal tapó la boca del chico con un pañuelo y tras atarle un piolín de hilo trenzado al cuello lo llevó a la rastra hacia un cuarto vecino. Allí lo desnudó, le dio unos azotes con la rama de una higuera y luego lo estranguló. La siguiente víctima fue un vecino de la familia Godino, Jesualdo Giordano, de 3 años. El 3 de diciembre de 1912, Godino lo llevó a un almacén de la calle Progreso 2599 y le compró diez centavos de caramelos de chocolate. Después lo condujo a una quinta, donde la comedia terminó drásticamente: el Petiso arrojó al suelo a Jesualdo, le apoyó la rodilla sobre el pecho y lo ató de pies y manos con un piolín. Luego armó un lazo y lo ahorcó, aunque sin darle muerte. Godino decidió volver al almacén en busca de un refresco. En el camino encontró al sastre Pascual Giordano, que buscaba con desesperación a su hijo. En el colmo del cinismo, el Petiso le recomendó hacer la denuncia ante la policía. Acto seguido, regresó a la quinta. El pequeño Giordano agonizaba. El Petiso tomó un clavo oxidado y, con una piedra como martillo, lo hundió en la sien del chico. Por último cubrió el cadáver con un pedazo de lata. Por la tarde, Godino se acercó a la casa de Giordano. El pequeño Jesualdo era velado en una habitación. El Petiso se acercó al ataúd, contempló al chico un rato y finalmente le movió la cabeza: quería comprobar si aún tenía el clavo, dijo después. La empleada del almacén de calle Progreso declaró que había visto a Jesualdo en compañía de un joven al que desconocía, pero que podía describir: llevaba el pelo cortado al ras y tenía orejas apantalladas y brazos largos, desproporcionados para su estatura diminuta. Al día siguiente, el Petiso fue detenido en el conventillo donde vivía. En un bolsillo guardaba restos de piolín y, aunque era analfabeto, un recorte del diario La Prensa con la crónica del asesinato de Laurora.
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