Y de pronto, el Coloso del Parque se convirtió en un escenario de furia descontrolada. En gritos que retumbaban en los oídos de los jugadores como una amenaza latente. En frases sacadas de tribus urbanas que saben a advertencia de guerra. En actitudes emparentadas con el salvajismo, pero justificadas (así lo hicieron los mismos jugadores) por el contexto que implica jugar un clásico. El inexpresivo Newell's de Jorge Ribolzi acababa de perder por 3 a 1 ante Colón y fue despedido por un coro de silbidos, cánticos desafiantes y butacas rojinegras que volaban desde las plateas enardecidas hacia el campo de juego. La tarde empezó con una consigna clara para los hinchas: los jugadores debían saber que contra Central deben ganar o ganar. Y así lo dejaron establecido desde que el equipo saltó al campo de juego. "Ponga huevo Newell's ponga huevo, que el domingo cueste lo cueste tenemos que ganar", fue el canto preferido por las 20 mil personas en el inicio del partido y cuando las cosas estaban calmas. El tempranero gol de Castagno Suárez comenzó a inquietar a una parcialidad deseosa de victorias. Entonces, las cosas se empezaron a calentar. Los minutos corrían y el equipo del Ruso Ribolzi no encontraba soluciones futbolísitcas para calmar la hecatombe que se veía venir. Y la gente se enardeció más y más. Hasta que llegó el segundo de Colón y lo previsible. Los insultos comenzaron a hacerse cada vez más desmedidos. Y los cantos se convirtieron en amenazas. "Hay que risa que me da, si no ganan el domingo, qué quilombo se va a armar", era cantado con ímpetu por una hinchada que ya no quería soportar una nueva derrota. Y menos en el Coloso y antes del clásico. Pero aún quedaba más para los oídos de los futbolistas leprosos. El equipo no reaccionaba y se mostraba hipnotizado al antojo de Colón. Así llegó el tercero. Y el resultado se hizo inaceptable para los intolerables ánimos de los del Parque. Entonces ocurrió lo inesperado. Un grupo de hinchas abandonó la popular y se introdujo en la platea de la doble visera ("¿quién los dejó pasar?", fue la pregunta que no encontró respuesta). Justo en el lugar donde los locales debían abandonar el campo de juego. Y después llegó el final. Lo previsible se convirtió en realidad. Los hinchas se despacharon con un arsenal de insultos sobre los desairados jugadores, que sólo atinaron a agachar la cabeza y esquivar las seis o siete butacas que cayeron sobre el excelente césped del Coloso. Fue el triste epílogo de una jornada tan triste y gris como la tarde misma.
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