Año CXXXIV
 Nº 49.108
Rosario,
domingo  06 de
mayo de 2001
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Una rebelión silenciosa que quiere mirar el país con ojos de esperanza
El descontento de los argentinos produce un efecto demoledor, que la clase política no percibe

Antonio I. Margarit

Si cualquiera de nosotros -cultos o iletrados, humildes o poderosos- nos ponemos a observar la situación actual de la Argentina con prismáticos económicos tendremos una visión sombría.
La recaudación de abril, que es el mes de vencimiento de los impuestos personales, resultó muchísimo inferior a la del año pasado.
La tasa de riesgo-país, que es el sobrecosto de los préstamos bancarios, subió a niveles de insolvencia. La recesión económica se ha convertido en una depresión peor que la temible crisis del año 29.
El índice de confianza de los consumidores, que demuestra el grado de expectativas al medir intenciones de compra, cayó un 25 por ciento después de la espectacular recuperación que coincidió con la designación de Cavallo como ministro de Economía.
Los mercados internacionales mantienen serios temores por una posible cesación de pagos ante el exceso de gastos públicos sin que Cavallo decida rebajarlos.
La adquisición de bienes durables cayó por debajo del promedio anual. En el primer trimestre del año, sólo el 10,6 por ciento de las familias argentinas pudo ahorrar algo, contra el 30 por ciento que lo hacía en 1999.
Los sucesivos impuestazos ahuyentaron los negocios y desalentaron nuevos proyectos de inversión. A ningún individuo a quien le sobren fondos disponibles se le cruza la idea de instalar una fábrica para crear nuevos puestos de trabajo, sino que retira ese dinero del sistema bancario y lo transfiere al exterior.
Hoy no pueden encontrarse actividades económicas que produzcan ganancias decentes y muchas empresas pierden dinero. Desde hace tres años el conjunto de los sectores privados han perdido el 35 por ciento en sus rentas netas, pero al mismo tiempo el sector público no sólo conserva sino que incrementa sus privilegios, sin riesgo de despidos ni pérdidas de cargos.
Por todas estas razones, acumuladas día tras día y por la pésima calidad de los servicios brindados por el Estado, muchos jóvenes no ven horizontes favorables, forman interminables colas en los consulados para recuperar la nacionalidad de sus abuelos y piensan que la única respuesta sensata es emigrar. Con escasas excepciones, nuestra clase política se ha convertido en clase privilegiada, devenida en dominadora de la sociedad, caracterizada por una enorme dilapidación de recursos, ausencia del sentido de responsabilidad, escaso nivel cultural, insoportable arrogancia y total insensibilidad frente a los problemas reales de quienes los han votado.

Vibrante ejemplo británico
Por una situación muchísimo menos grave que la nuestra, los habitantes de Gran Bretaña reaccionaron de otra manera. No pensaron en irse de Inglaterra pero tampoco aceptaron sumisamente que los agobiaran con impuestos. Para nosotros su conducta es un gran ejemplo.
Hace diez años, coincidiendo con la disolución de la Unión Soviética en 1990, la primer ministra Margaret Thatcher estaba en el apogeo de su poder y con mano firme manejaba exitosamente la economía británica. Se había consagrado como gobernante victoriosa porque había derrotado a las fuerzas militares argentinas que ocuparon las Islas Malvinas en 1982 y su prestigio no cesaba de brillar en el primer mundo.
Como consecuencia de su tercer triunfo electoral consecutivo, comenzó a experimentar una gran ambición y pensó en aprovechar la enorme credibilidad para aumentar su poder político. Entonces cayó en la tentación que había advertido otro gran caudillo inglés pero de origen católico, Lord Acton, quien había señalado hacía muchos años: "El poder tiende a corromper pero el poder total corrompe totalmente".
A Thatcher se le ocurrió la desafortunada idea obtener más recursos mediante impuestos tan extravagantes como los que se inventaron recientemente en nuestro país. Creó un nuevo impuesto destinado a conseguir más dinero para la clase política y otorgar subsidios sectoriales a industrias británicas como lo está haciendo ahora mismo Cavallo. Lo denominó "poll-tax" porque estaba basado en el padrón electoral.
Desde 1215 con la promulgación de la Carta Magna, impuesta al rey Juan sin Tierra por los barones sublevados, cada propietario inglés ejerce señorío en su hogar, porque su casa es su castillo: "My home is my castle", esto es dominio y mando sobre el lugar donde vive.
Por eso la corona británica no aplica impuestos sobre los bienes inmuebles donde habitan las personas porque sería un signo de vasallaje, es decir de sumisión servil y no de señorío.
A pesar de todo, Margaret Thatcher quiso pasarse de lista y pensó eludir ese secular derecho de los ingleses. Con los padrones electorales confeccionados por vivienda aplicó una capitación a todas las personas físicas para gravar indirectamente las propiedades donde ellas vivían, calculando que a mayor número de personas por casa o departamento correspondería una mayor superficie edificada.
De este modo creó el "poll-tax" y envió millones de cédulas impositivas por 240 libras esterlinas anuales per capita a cada domicilio electoral, como si fueran boletas de un impuesto inmobiliario indirecto. Las violentas reacciones que se produjeron en toda Inglaterra, con policías heridos e inspectores apaleados por las turbas, y la indignada devolución postal al remitente de las boletas fiscales con la leyenda "Non-concern" obligaron a anular el odiado impuesto y poco días después la Dama de Hierro, renunció al cargo de primer ministro.
Así llegó John Major al poder y terminaron 11 años de era thatcheriana.
Nosotros no somos ingleses, pero debemos aprender varias cosas de ellos: el espíritu de señorío, la resistencia a todo intento de avasallarnos, sentir que el país es nuestro y no permitir que una clase política desaprensiva lo siga depredando.

Rebelión silenciosa
Tenemos que mirar la Argentina con ojos de esperanza. Si estos indicadores económicos nuestros se hubiesen abatido sobre pueblos vigorosos la ola de protestas sería tan estridente que parecerían sociedades enloquecidas. Aquí esto no ocurre porque nuestro estilo público es el de no involucrarnos, salvo las incontenibles manifestaciones de aquellos grupos que se sienten ultrajados.
Pero a los observadores imparciales les asombra que no ocurran protestas más contundentes y generalizadas. También les llama la atención la aparente sumisión con que los argentinos se resignan frente a los impuestazos, las subas injustificadas de tarifas en función de la inflación de EEUU y la ridiculez de miles de leyes y decretos que día a día complican la vida de todo el mundo sin saber por qué.
La calma aparente de todos los ciudadanos es algo de temer, porque lo que no se ve a simple vista es la incubación de una rebelión silenciosa que se hace sentir tremendamente. Tan pronto como los gobernantes tratan de engañarnos con anuncios falaces, los indicadores económicos empeoran. Tan pronto como aumentan los impuestos, la recaudación cae. Tan pronto como erigen obstáculos legales, la sociedad encuentra la forma de sortearlos. Tan pronto como desertan de su obligación de brindar seguridad pública, la gente se organiza en defensa propia. Tan pronto como pretenden manipular la moneda, disminuyen los depósitos bancarios y los dólares huyen al exterior.
Esta rebelión silenciosa se traduce en la suba de la tasa de riesgo-país y produce un efecto demoledor que la clase política todavía no ha percibido. Estamos viviendo etapas similares a la descomposición del Estado soviético antes de su desmoronamiento sin que nadie lo advirtiera.
Los argentinos no se animan a exteriorizar su descontento de la manera frontal que lo hicieron los ingleses, pero esta resistencia subterránea no es menos contundente que las algazaras populares. De manera instantánea y sorpresiva, de un día para el otro la clase política puede encontrarse con que se le cortan los víveres: no hay tomadores financieros para los bonos argentinos, el blindaje del FMI se paraliza, la gente adopta comportamientos que implican disminución de la actividad económica, cae la recaudación impositiva y quienes ahorran en los bancos retiran sus fondos temiendo por la debilidad de las reservas del sistema bancario.
A la clase política no le queda mucho tiempo para entenderlo y debería proceder con suma rapidez a la arquitectura de un nuevo Estado. Primero, rediseñar todas las instituciones políticas para reducir su costo y hacerlas eficaces reformando la Constitución. Segundo, sancionar leyes muy claras para asignar responsabilidades personales y solidarias a los funcionarios políticos sin cargar el peso de sus errores a la sociedad. Y tercero, establecer un muro legal infranqueable para que en caso de insolvencia del Estado, su default no signifique la liquidación de la Patria.


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