Año CXXXIV
 Nº 49.108
Rosario,
domingo  06 de
mayo de 2001
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La deuda, esa bola imposible de parar
En treinta años las obligaciones se multiplicaron 74 veces y hoy rozan los 200 mil millones de dólares

Marcelo Batiz

La deuda externa argentina supera los 148 mil millones de dólares, si se suman los compromisos públicos y privados, y llega a los 190 mil millones si se añade la deuda estatal con acreedores locales.
El incremento constante de la deuda en las últimas décadas puede ser atribuido a fallas en las diferentes estrategias utilizadas por los sucesivos gobiernos para enfrentar el problema, pero en todos los casos el telón de fondo es el mismo: si se excluyen las privatizaciones, algunos breves períodos de bonanza y las "contabilidades creativas" de algunos funcionarios de Hacienda, la Argentina está hace medio siglo en déficit fiscal permanente, financiado preferentemente con préstamos y emisión monetaria.
Sobre el final de la década del 60, Fernando Solanas y Octavio Gettino culminaron la realización del filme "La hora de los hornos" que, por la censura imperante en esos años, recién pudo presenciarse en el circuito comercial a mediados de los 80, cuando los espectadores de la incipiente democracia de 1984 pudieron observar un mensaje contundente: "La deuda externa es de 2.000 millones de dólares". El paso del tiempo había transformado una irritante denuncia en una ironía.
Muchas cosas ocurrieron en la Argentina para que en poco más de treinta años la deuda externa se multiplicase 74 veces. Hasta 1975, evolucionaba dentro de carriles manejables: los compromisos externos (públicos y privados sumados) equivalían al 270 por ciento de las exportaciones argentinas y a poco más del diez por ciento del producto bruto. Hoy representan el 590 por ciento de las exportaciones y más del 50 por ciento del PBI.
Cuando la dictadura tomó la riendas del poder, la economía internacional estaba signada por las secuelas de la crisis petrolera, con elevadas tasas de interés. En ese escenario, en el que el capital financiero comenzaba a prevalecer sobre las actividades productivas, a la Argentina le cupo el rol de tomador de créditos del exterior para solventar su creciente déficit, que, además del gasto burocrático habitual, sumaba como causa un desmesurado armamentismo en vistas a los conflictos con Chile y Gran Bretaña, sin entrar en el análisis de otras operaciones que representaron erogaciones por miles de millones de dólares.
El complemento fue una política cambiaria conocida como tablita, en la que el peso (por entonces ley 18.188) se sobrevaluaba ostensiblemente respecto del dólar, y el final abrupto de las barreras proteccionistas. El resultado de esa combinación fue una repentina inundación de productos importados y una paridad cambiaria con la que era más barato viajar a Miami que a la costa atlántica.
Con ese panorama, la deuda externa pasó de 8.085 millones en 1975 a 45.069 millones en 1983. Con un agravante: los seguros de cambio implementados por el Banco Central en 1982, transformaron gran parte de la deuda externa privada en pública.
La deuda externa dejaba de ser un problema más para pasar al centro de la escena económica en casi todos los países del Tercer Mundo. Los riesgos de una cesación de pagos generalizada llevó a considerar el tema con suma atención tanto por los deudores cuanto los acreedores, que años después desembocó primero en el fallido plan del secretario del Tesoro de Ronald Reagan, James Baker, y su sucesor con George Bush, Nicholas Brady.
Con el restablecimiento de la democracia, se intentó como estrategia afrontar el pago de los servicios de la deuda con un amplio superávit de la balanza comercial. De esa forma se ingresó en un círculo vicioso: el monto de los intereses superaba a la brecha comercial y a su vez el achatamiento de las importaciones descapitalizaba a la economía local, con lo que se minaban las posibilidades de incrementar el potencial exportador.
En los primeros meses de la gestión de Carlos Menem, se ensayó una salida de emergencia para eludir el default, con el pago mensual de 60 millones de dólares. Con la asunción de Cavallo en Economía, se retomó paulatinamente el acceso a los mercados de capitales, con lo que el Estado y los privados recurrieron a un financiamiento externo alternativo al de los organismos multilaterales.
El 7 de abril de 1993, con la firma del Plan Brady, se coronó una renegociación global con el Comité de Bancos Acreedores que pareció poner fin al calvario: el país ingresaba a un cronograma de pagos previsible que reduciría el monto de la deuda pública a menos del 20 por ciento del PBI en el 2000.
Sin embargo, la evidencia indica que el peso de la deuda pública en relación al PBI hoy es dos veces y media superior al proyectado. Por si fuera poco, desde entonces la deuda privada creció a un ritmo mucho más acelerado. En lo que respecta a la deuda pública, la ley de convertibilidad eliminó la posibilidad de financiar el déficit mediante la emisión monetaria. En cambio, se recurrió a tomar nueva deuda y esa deuda incrementa el déficit.
A fines del 2000, la insolvencia fiscal generó una mayor desconfianza de los mercados y en consecuencia el costo del endeudamiento llevó las tasas a niveles altísimos. La imposibilidad de seguir financiándose a intereses razonables desembocó en un acuerdo de organismos multilaterales, bancos y Afjp para conformar un "blindaje" de casi 40 mil millones de dólares para afrontar los compromisos de 2001.
Sin embargo, el mercado sigue con dudas. Y a pesar de que permanentemente las autoridades afirman que el pago de los compromisos del año está asegurado, las versiones de una posible cesación de pagos volvieron, y sólo pudieron neutralizarse con una nueva operación de canje que postergará los vencimientos de los próximos cuatro años para más adelante.
En esa instancia crucial se encuentra la Argentina. Si la denuncia de "La hora de los hornos" hoy es vista con una sonrisa, es una incógnita cómo se verán los números actuales dentro de tres décadas.



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