Quienes creyeron que la orgía de deportaciones, matanzas étnicas y corrupción que Slobodan Milosevic perpetró durante sus diez años en el poder había terminado con el triunfo electoral de Vojislav Kostunica, encontrarán desconcertantes, y un poco exagerados, los hechos ocurridos en Belgrado esta semana. Sin embargo el arresto del responsable de por lo menos cuatro guerras y de la disolución de la antigua Yugoslavia significa, no sólo el final de una carrera política inquietante, sino también la solución para un quebradero de cabeza que, desde el publicitado "fin" del conflicto en Kosovo, desvelaba a la comunidad internacional y, en especial, a los líderes europeos: qué hacer con Milosevic.
El antiguo presidente yugoslavo debía comparecer ante el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia de La Haya, la pregunta era cuándo y en qué circunstancias. Aunque aparentemente recluido en su residencia de Belgrado -desde donde resistió la espontánea rebelión popular de octubre pasado que puso fin a su gobierno- Milosevic seguía en control de gran parte del aparato represivo que lo había sustentado en el poder durante décadas, y desde allí preparaba su retorno con la paciencia de una araña.
Pese a ser una minoría, sus acólitos ocupaban puestos claves y eran ruidosos: una semana antes de su arresto, una manifestación de medio millar de personas lo homenajeó frente a su domicilio.
Un problema
A fines de octubre pasado el costo político de enemistarse con ellos hubiera sido muy alto para el recién electo presidente Vojislav Kostunica, quien acabó rubricando con Milosevic una serie de acuerdos personales. Kostunica era el producto de una frágil alianza de fuerzas. Además, como ferviente nacionalista, había señalado en repetidas ocasiones que Milosevic debía ser juzgado en su propio país, puesto que el Tribunal de La Haya estaría politizado y ejercería una "justicia selectiva". Su propuesta de un eventual juicio en Serbia acarreaba que sólo se lo juzgara por corrupción y no por crímenes contra humanidad y violación de las leyes de guerra de que lo acusa el Tribunal. Aunque esta solución contó con ciertos apoyos en el exterior, fueron las presiones internacionales -la amenaza de bloqueo económico de parte de EEUU- y el frente interno los que decidieron la suerte del antiguo dictador.
El primer ministro Zoran Djindjic prefirió entregar a Milosevic antes que añadir argumentos a una economía agonizante. El propio Djindjic ordenó recientemente, como prueba de buena voluntad, una aparatosa cacería de brujas entre los jerarcas del antiguo régimen, siete de los cuales fueron encarcelados, incluido el ex ministro de Exteriores Zivodin Jovanovic, y la entrega al Tribunal de La Haya del militar serbiobosnio, Milomir Stakic.
¿Una solución?
Pese a su detención, median varios pasos y bastantes esfuerzos hasta su comparecencia en La Haya. Este organismo, establecido por el Consejo de Seguridad de la ONU en 1993 para "juzgar a las personas responsables de violaciones del derecho internacional humanitario en el territorio de la antigua Yugoslavia desde 1991", le solicitará que responda por los cargos de asesinato, persecución y deportación de albanokosovares entre 1999 y 2000.
Milosevic no será juzgado, sin embargo, por los crímenes cometidos durante diez años de poder, y que los más optimistas cifran en doscientos cincuenta mil muertos, miles de desaparecidos y torturados y doce mil violaciones, entre otras atrocidades.
Quien suponga que su detención es el fin de una era se equivoca. También quien vea en ella una solución al problema serbio. Milosevic ha sido un hábil manipulador de los sentimientos nacionalistas de sus compatriotas, pero de ninguna manera su inventor. El sueño de una Gran Serbia es compartido por miles de quienes fueron sus acólitos y hoy lo han detenido. En Serbia no se acusa a Milosevic de haber iniciado cuatro guerras, sólo de haberlas perdido.