| | Albert Camus, francés y africano En 1960, a propósito de la muerte del escritor francés, la directora de Sur escribió una semblanza que retrata tanto a su personaje como a su autora
| Victoria Ocampo
El mismo año en que apareció "Calígula" en Sur, estando yo en Nueva York vi anunciada una conferencia de Camus. Habíamos llegado a esa ciudad casi al mismo tiempo. Por supuesto, fui a la conferencia; pero con reservas mentales. Con tal de que el autor se parezca a la obra -pensaba. La conferencia y el tono en que fue pronunciada me gustaron tanto como lo que hasta ese momento había leído. Y quiso la suerte que mis deseos se cumplieran. Autor y obra resultaron una sola cosa. Esa tarde, al saludar al conferenciante ("Soy su traductora. Sur. Buenos Aires. Calígula") tuve la intuición, de que así sería. En ese sentido, el caso Camus se asemeja al de T. E. Lawrence. Ni uno ni otro fueron más lejos con las palabras que con los actos. Entre palabras y actos existía una estrecha vinculación. Vimos Nueva York juntos, él por primera, yo por tercera vez. Lo que veía le gustaba aunque solía irritarlo. Se quejaba con acento burlonamente fúnebre de andar siempre llorando en las anchas avenidas, o las calles angostas, por las "escarbilles" (trocitos minúsculos de carbón) que, según él, bombardeaban al transeúnte inerme y se le metían en los ojos. En cuanto lograba librarse de una, a fuerza de restregarse un ojo, o de tomar el párpado superior entre dos dedos y tirarlo hacia abajo, ya tenía que empezar la operación con el otro ojo. Era insoportable. Yo me reía de esta exageración, de esta caricatura de algo que a veces ocurre allí, como en cualquier gran ciudad. ¿Quién no ha parpadeado en las calles de París, algún día?, le preguntaba. La palabra "escarbille" se había transformado, para nosotros, en el símbolo de nuestras discusiones y de los inconvenientes de Nueva York, que él sentía más que yo. "¿Cómo van las escarbilles?", le decía yo, al encontrarlo, como quien dice: "¿Cómo va la salud?" Pero nunca observé en Camus los ataques de alergia que en ciertos escritores europeos provocaba, indefectiblemente, el gigantesco amontonamiento de rascacielos y que acababan, a veces, en enfermedad crónica. Recuerdo haberle dicho, en nuestras primeras conversaciones, citando la salida de Drieu, "le frangais qui se refuse al la géographie": "Usted está mucho más abierto al mundo que la mayoría de sus compatriotas". Me contestó: "No olvide que soy también africano". Por la Quinta Avenida, Broadway, Lexington, en los modestos Child's donde entrábamos a comer huevos al plato con "bacon" (Camus huía de los lujosos restaurantes), en teatros y cines, hablábamos de cuanto nos rodeaba, y no siempre coincidíamos. Una noche, lo llevé, casi a la rastra, a ver "Born Yesterday", que me hacía tanta gracia y en la que trabajaba la irresistible June Holliday. Pues se aburrió tan espectacularmente que después del primer acto, fastidiada, opté por salir del teatro: "Si a usted no le hacen gracia los chistes norteamericanos, a mí no me divierte su cara de víctima". Pensé, para mis adentros, que ese tipo de malacrianza era característico de nuestros mejores escritores argentinos. Que debía de corresponder al africano, indudablemente más pariente de nosotros que el francés. No sé si se lo dije, cuando se me pasó el mal humor. Pero a Camus le preocupaba el haber podido herir, por leve que fuera el arañazo. Me dedicó, más tarde, un articulo de él, Pluies à New York: "En souvenir d'une ville que nous avons aimé ensemble". El artículo terminaba así: "Sí, he amado las mañanas y las noches de Nueva York. He amado a Nueva York, con ese poderoso amor que nos deja, a veces, llenos de incertidumbres y de odios. Suele ocurrir que tengamos necesidad de destierro. Y el olor mismo de las lluvias de Nueva York nos persigue entonces desde el fondo de las ciudades más armoniosas y más familiares, para decirnos que hay por lo menos un lugar de liberación en el mundo, en que uno podrá, con todo un pueblo y por el tiempo que uno quiera, perderse por fin..." Ese mismo año nos volvimos a ver en París, que apenas salía de la guerra. Conocí a Francine, su mujer, en quien tanto he pensado estos últimos meses. La veo feliz en esa fotografía, tomada en el recibo de diciembre de 1957, para el premio Nobel, con los Gallimard; sonriente como diez años antes, cuando ella y Camus asistían, una mañana, divertidos, a mis agitados y desordenados preparativos de viaje, en el hotel Crillon. En una carta del 19 de abril de 1947 (todavía estaba yo en Paris), escrita desde una casa de campo en la Loire Inférieure, me dice Camus: "Je vis dans la peste". También vive entre árboles y una luz admirable. Ha encontrado paz para concluir su libro. El libro es, desde luego, La Peste. (...)El 4 de enero, estaba leyendo, sola, en mi cuarto de hotel, en Nueva York. Era ya bastante tarde. Sonó el teléfono. Una voz argentina dijo: "Me imagino cómo estará de impresionada". Pregunté por qué tenía que estarlo. "¿No ha oído la radio? Camus..." El nombre y el tono, me bastaron. ¿Cómo? ¿Dónde? Cuando me contestaron, cortamos la comunicación. Ahí tenia que llegarme esa noticia pour boucler la boucle. Dicen que lloviznaba ese día del otro lado del Atlántico, allí en Francia, sobre un camino con plátanos a los costados. "Et l'odeur elle-meme des pluies de New York vous poursuit alors..." ¿Lo habrá acompañado el olor de la lluvia? ¿En qué habrá ido pensando, al respirar ese olor? ¿Qué habrá pensado en ese último instante (en los accidentes de automóvil debe haber casi siempre un último instante en que se ve venir la catástrofe sin poderla evitar. Esa fue mi experiencia de un accidente en que pude quedar sin vida). ¿Qué sentirla? ¿Sintió la posible muerte como una pérdida o una liberación? ¿O como un perderse que era liberación? Su ausencia nos deja mudos. Tantas veces fue nuestra voz. La que decía lo que no acertábamos a decir como él. Esa noche, en Nueva York, redobló la soledad.
| |
|
|
|
|
|
Diario La Capital todos los derechos reservados
|
|
|