El nacimiento de Ana María En una noche friísima de Julio, hubo gran revuelo en la casa. Durante la tarde, había llegado Encarnación y también había venido Graciana, una señora gruesa y con un párpado un poco caído, a quien veíamos de cuando en cuando. La llamaban "la madama". Encarnación era una tía de mi padre, quien pasaba temporadas en casa, ayudando a mi madre a coser y a arreglarnos la ropa en las distintas estaciones. Era gruesa, baja y bizca, pero a pesar de sus años, bastante fresca. Como digo, esa noche del 6 de julio de 1899 hubo gran revuelo en la casa. Llegó la mañana y, aunque aún no contaba yo cuatro años, veo a Encarnación que se acerca a mi camita y, mostrándome un envoltorio en que apenas se veía una masa de cabellos leonados y dos ojitos cerrados, me dijo sonriendo: Besa a tu nueva hermanita. Amalia juraba y perjuraba que ella ya sabía que habría una hermanita nueva, pues, durante la noche, ella había oído gritar a la cigüeña y a unos chicos que le querían quitar la chiquita. Cuando yo pregunté que de dónde había salido me dijeron que la habían encontrado en el balcón.
La quinta del Talar La quinta del Talar era una manzana que mi padre poseía en lo que hoy es La Paternal. La casa de esta quinta, en la cual pasamos el verano del año 1899, era una especie de gran salón con cuartos a los costados. Ese gran salón central, estaba dividido en dos; uno era el comedor, el otro era nuestro dormitorio. Las camas de este dormitorio eran levantadas contra la pared durante el día y esto era muy ventajoso para pasar las horas de la siesta. En estas horas de excesivo calor no nos dejaban salir, a pesar de que había una gran arboleda. También nos era muy cómodo en los días de lluvia, cuando las cinco criaturas teníamos que estar encerradas. En esta quinta, plantado por mano de mi padre, había de todo. Una gran esparraguera que hacía su delicia y melones de varias clases, amén de verduras. Recuerdo también un gran cañaveral al cual íbamos, con nuestro primo Alberto, a buscar cañas para hacer escopetas. Cada una de nosotras tenía una hamaquita de red, hechas por mi padre, que colgábamos de los árboles. Cuando llovía, si las habíamos dejado afuera, se encogían. Nosotras nos dejábamos caer en ellas de golpe, el hilo se distendía un poco, para encogerse en seguida y entonces éramos botadas con fuerza fuera de la hamaca. Esto nos divertía mucho. Teníamos también un carro con un carnero. Este era malísimo, pero cuando lo ataban se tornaba manso. Sólo un día, quién sabe por qué, apenas estuvimos todas instaladas en el coche, comenzó a disparar. En un recodo del camino volcó el carro con suerte, pues no hubo contusos.
El julepe Un verano que pasamos en Mercedes, estando un mediodía sentados a la mesa, dijo Luis, el hijo mayor de Panchita, que había muchos muchachones que merodeaban por la quinta robando fruta, y esto no va a parar, dijo enojado, hasta que no les di un buen julepe. Yo, que tendría cinco años, nunca había oído esa palabra, pero se me quedó en la memoria. Por eso esa siesta, mientras Cristina y yo dábamos vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, comencé a decir despacito: "Ahí viene el julepe! Ahí viene el julepe!". A Cristina comenzó a darle miedo y en un momento comenzó a gritar asustadísima. Panchita que dormía en el mismo cuarto se levantó y Cristina, al verla acercarse, se tranquilizó y le dijo entre sollozos: "Lucía dice que ahí viene el julepe". Panchita se echó a reír. "No te asustes, Crista, el julepe no puede venir". Y volvió a acostarse.
Pierdo la fe Para evitar, en lo posible, el ruido durante la enfermedad de Anita y como yo era la más insoportable, me enviaron a lo de mi tía Casiana, hermana de mi padre. Allí yo lo pasaba muy bien, todos me querían y me hacían los gustos. "Por qué no nos cantas algo Ronquillo?" me decían. Inmediatamente yo me paraba en una silla y comenzaba a cantar una poesía de Longfellow a la cual habíamos adaptado una música conocida: "Yo soy un niño huérfano, en la tierra", etc. Otras veces cantaba un romance español, "En el campo moro de la verde oliva" o aquella milonga que me enseñara mi padre y que empezaba así: "En el tren de la frontera iban de viaje solitos - el inglés Guillermo Moneys y el gaucho Mariano Pitos". Durante la temporada que duró la enfermedad de Anita, debieron notarme entristecida, pues recuerdo que me llevaban a menudo a pasear y que hasta me llevaron al teatro. Daban un sainete y un drama: "El duelo". A mí lo que más me gustó de la representación fue la gran tormenta de utilería. "¡Qué relámpagos!" dije yo al volver, admiraba. Todas las noches cuando me enviaban a acostar, yo esperaba que apagaran la luz de mi cuarto, entonces me bajaba furtivamente de mi cama y rezaba a Dios por la salud de Anita. Pero Dios no hizo caso de aquella plegaria de niña llena de fe y, una mañana, se presentó Lorenza a buscarme: Anita había muerto y yo había perdido mi fe.
La lágrima de mi padre No llore delante de su papá, me dijo Lorenza, al entra a casa. Yo hice acopio de entereza y entré al estudio de mi padre y lo hallé solo, mirando el vacío. Me acerqué despacito, le di un beso muy apretado y volví a salir sin decir una palabra. Lorenza me tomó de la mano y me llevó al cuarto en donde estaba, aún en su cama, Anita muerta. Mi madre a su lado, muda y sin una lágrima, me abrazó y me dijo en voz baja: "bésala, si quieres". Yo me acerqué a besarla y vi, en su rostro blanco, una mancha más oscura. Luego pregunté a alguien qué era aquella mancha y me dijeron: "Es una lágrima de tu papá". Durante el tiempo que duró el velorio no vi llorar a mi madre, pero ¡qué triste estaba su rostro y, al mismo tiempo, qué sereno! Un día, pasados ya algunos días de la muerte de Anita, entré de zopetón en el cuarto de mi madre y la hallé llorando desconsoladamente. Mi madre tenía el pudor de sus lágrimas! Así desapareció de nuestro lado, la extraña criatura, amiga de la soledad y de los animales.
El cometa Viela En una noche friísima de Julio, hubo gran revuelo en la casa. Durante la tarde, había llegado Encarnación y también había venido Graciana, una señora gruesa y con un párpado un poco caído, a quien veíamos de cuando en cuando. La llamaban "la madama". Encarnación era una tía de mi padre, quien pasaba temporadas en casa, ayudando a mi madre a coser y a arreglarnos la ropa en las distintas estaciones. Era gruesa, baja y bizca, pero a pesar de sus años, bastante fresca. Como digo, esa noche del 6 de julio de 1899 hubo gran revuelo en la casa. Llegó la mañana y, aunque aún no contaba yo cuatro años, veo a Encarnación que se acerca a mi camita y, mostrándome un envoltorio en que apenas se veía una masa de cabellos leonados y dos ojitos cerrados, me dijo sonriendo: Besa a tu nueva hermanita. Amalia juraba y perjuraba que ella ya sabía que habría una hermanita nueva, pues, durante la noche, ella había oído gritar a la cigüeña y a unos chicos que le querían quitar la chiquita. Cuando yo pregunté que de dónde había salido me dijeron que la habían encontrado en el balcón.
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