Manifestar la voluntad de autoría no fue en el pasado tarea fácil para las mujeres, que escribían dentro de los estrechos márgenes impuestos por su género. Hasta las primeras décadas del siglo XX poetas y narradoras permanecían en el aislamiento, imposibilitadas de insertarse en una tradición abrumadoramente masculina. Lucía Correa Morales (Buenos Aires l895-Rosario, 1966) constituye una de esas islas solitarias. Renuente a comunicar su obra, permanece invisible hasta la actualidad, sumergida como esas ciudades doradas del mediterráneo cuyos derrubios se empeña la ciencia en rescatar.
Se había atrevido a asomarse a la creación, como lo demuestra este verso de 1918: "He probado, poeta, el vino de tus uvas". No obstante no pareció interesada en que sus producciones literarias trascendieran, valorando, sí, el placer de la escritura. Negarse a la exposición, ocultarse bajo un seudónimo, mantenerse en la órbita de lo familiar, son viejas prácticas oscurecedoras que señalan lo limitado de las opciones para las mujeres. La enfermedad le impuso el teclado especialmente preparado de una Olivetti, cuando las manos dejaron de responderle. Como si la fatalidad se empeñara en conferirle levedad a su escritura, portadora de una voz dolorida. "Esconde la cabeza. Cierra, cierra los ojos. Mostrarán tu secreto y han de sufrir los que a saberlo lleguen", anotaba en 1918.
Una casa un poco extraña
Por una amplia puerta que daba a la calle entraban los enormes bloques de mármol y salían las estatuas del hogar de Lucio Correa Morales, escultor, y de Elina González Acha, pintora y geógrafa, quien fundara la Sociedad Geográfica Argentina, presidiéndola hasta 1942. El taller del padre de Lucía ocupaba toda el ala derecha de aquella casa, un poco extraña, planeada por él mismo. Una gran claraboya de vidrios pintados de blanco y un amplio ventanal daban luz al salón principal del taller. Allí acudían científicos como Carlos Burmeister, escultores como el joven Cafferata, prontamente desaparecido, pintores como De la Cárcova, Sívori, poetas como Rafael Obligado y Estanislao del Campo, músicos como Julián Aguirre y Alberto Williams.
Era un tiempo de casas antiguas y de quintas con huertas y patios. Grandes aldabones resonaban en aquellos salones que olían a alhucema o retama. Muebles de caoba tapizados en damasco rojo, vitrinas donde eran exhibidos abanicos de carey y de nácar, relicarios de oro y esmalte, braceritos para los pies de las mujeres, en los que se echaban trocitos de benjuí de Siam o de almendras para dar un perfume grato y distinguido, mientras se convidaba con anís, licor de leche o de vainilla. Ese es el mundo narrado por Lucía, un mundo de imágenes interiores fuertemente asociado a los protectores vínculos familiares, que creerá encontrar posteriormente en la naturaleza, identificando por ejemplo la paz de la noche con la tranquila mansedumbre materna.
Lucía recuerda los días de la infancia feliz, la educación rigurosa impartida a siete hermanos y dos primos huérfanos que vivían con ellos. Nueve chicos que llegaban a la mesa con las caras rojas de jugar a la mancha, a la piedra, al rescate o al hilo de oro, hilo de plata. Ella era la cuarta de seis mujeres, y el último, el mimado, un varón.
El don de contar
Las mujeres se piensan a sí mismas a través de sus madres. Por eso muchas veces comienzan escribiendo para recordar, revisando así la propia experiencia en la experiencia de ellas. Lucía rememora los ojos dulces de Elina cuando los reunía en su dormitorio en los atardeceres, o en verano bajo los enormes paraísos de la quinta del Talar, para contarles cuentos que adaptaba de la mitología, la historia o las novelas, con gran habilidad, "probablemente heredada de su madre y de su abuela", explica.
A veces los héroes debían ser resucitados porque Lucía lloraba mucho. Familiarizados con Ivanhoe, el Minotauro, Aquiles, Telémaco, "bajo la gran araña de gas que iluminaba nuestras cabezas morenas, con su luz titilante y azulada, allí estábamos los ocho niños escuchando absortos los cuentos de mi madre". Sentada en un gran sillón de brazos, Elina repetía el ancestral ritual femenino de contar cuentos a los chicos, como lo hacía también su madre, Misia Cristina, otra amenísima narradora, que adaptaba para los niños acurrucados en sus sillas muy bajitas, desde Los tres mosqueteros hasta los episodios de la tiranía que la había despojado de parte de sus bienes. "Mi abuela era vasca, de Irún, y nos contaba entre otras cosas de su tierra, cómo se habían formado los apellidos vascos", escribe Lucía.
La vida en un marco
A causa de un pie bot, de pequeña Lucía pasó largas horas recluída en su cuarto. "En mi sillón de lisiado -escribe-, arrimado a la mesa que mi madre había colocado junto a la ventana, oía los gritos y risas de los niños que jugaban en el parque aledaño a mi casa". Desde ese lugar veía las urracas y benteveos que llegaban en bandadas a asentarse en los cipreses. Se entretenía observando las avispas, los abejorros y las abejas que llegaban hasta las flores que ponía su madre para que alegraran su soledad.
Esa temprana inmovilidad definió una actitud recurrente, la de una contemplación de lo vasto, del afuera, forzada muchas veces por circunstancias de su vida que iban a refinar su percepción. Por ejemplo, en 1918 escribía, interrogando a la luna: "¿Acaso te llegaste en esta noche a la ventana aquella de mis sueños de niña y luego te acordaste de que soy mujer y de que no estoy allí y has venido a llamar a mi persiana?". Y agrega: "Pero el cuadro oscuro que marca la ventana se agrandó sensiblemente" y entonces "la mirada quedó fija en los cielos y el alma fuese en ella". Un año antes anotaba: "Me he asomado a la ventana, a mi vieja ventana y he mirado a mi amiga (la luna) que recorre el cielo espléndido en esta noche tibia, húmeda y ventosa".
Poco faltaba para que una cruel enfermedad viniera a dejarla recluída entre dos intimidades, la del cuarto que aloja los recuerdos, las voces entrañables, y la del mundo exterior. El alma vacila entre dos prisiones al fin: "Y es mi alma, ahora, noche, un pedazo de tu cielo, de ese oscuro cementerio de tus astros" (1919). Porque al internarse en los abismos oscuros y fríos expresa "un deseo grande de tornarse en éter, de ser algo de esa luz de luna, algo de esos árboles, algo de ese río de pajas que corre sólo en la noche" (1919).
"La vida recortada y ajustada a un marco, sólo tolerable si el alma tiene momentos de fuga", había escrito Emily Dickinson en Amherst en el siglo XIX. Lucía halló esos momentos en la visión del campo, de la quinta El Talar, o de la casa serrana en Los Cocos, perteneciente a Cecilia Griergson, amiga de la familia, o la visión de la ciudad "llena del ruido de los camiones y automóviles que suben jadeando la cuesta de mi calle", escribe, refiriéndose a la calle San Luis donde vivía, allí donde la ciudad parece encaramarse desde las barrancas.
Un muchacho de campo
En 1920 Lucía se casa con el arquitecto Hilarión Hernández Larguía (1892-1978). Ambos viven en el campo hasta 1924, período que ella recordará como el más feliz de su vida. Allí podía escribir y estar a sus anchas, porque, como su esposo, provenía de un linaje terrateniente, y el campo era un hecho natural. La casona de El Ensayo, en Larguía, provincia de Santa Fe, con sus galerías y escalinatas, era una casa con duendes para ella, alzada entre paraísos, cedros, trigos y alfalfares. En Buenos Aires, antes de casarse, Lucía había colaborado con la revista Ideas escribiendo bajo el seudónimo de Igrena, semidiosa griega. En ese tiempo en la estancia nacen sus dos hijos, Christián, que habrá de convertirse en un músico prominente, e Iván, profesor universitario, durante cuya gestación a Lucía se le declara el mal de Parkinson.
Lucía era, en el decir de su hijo Iván, una típica guipuzcoana, de acuerdo con su origen vasco por línea materna. Era blanca, de un blanco rosado, tenía el pelo negro y brillante y ojos verdes. Era menuda, interesante, pero el Parkinson, al que sobrevivió por cuarenta años, la fue destruyendo de manera despiadada.
En 1924 Hilarión decide instalarse en Rosario para estar cerca del campo y dedicarse a su profesión, asociándose con su antiguo compañero de estudios Juan Manuel Newton. Luego de habitar brevemente dos residencias céntricas, construye su casa en San Luis 448, donde el matrimonio se muda en 1929. Allí Lucía vivirá hasta su muerte. Su desaparición hará desmantelar la casa y estudio que fuera cenáculo de artistas e intelectuales. Todavía pende de una de sus paredes, sobre la caja de la escalera de tres niveles, uno de los tantísimos cuadros coloniales cuzqueños y limeños que poseía, dejado como obsequio a su nuevo propietario.
Un largo silencio
Un largo silencio se produce en su escritura, entre 1925 y 1944. Para entonces, la casa se llena de jóvenes músicos, pintores, arquitectos, poetas y Lucía, sin moverse de su hogar, puede participar de las conversaciones y la amistad de escritores como Felipe Aldana, Irma Peirano, Rosa Wernike, Angélica de Arcal y Jorge Riestra, pintores como Julio Vanzo, Uriarte y Grela. Todos esos estímulos la convocan a volcar nuevamente su expresión. Amante de la música, mientras su dolencia se lo permitió, tocaba el piano a cuatro manos con sus hijos, cantando con un afinado registro de mezzo soprano. Paulatinamente asiste a su desgaste, con total lucidez.
Después de su muerte, Hilarión Hernández Larguía rescata sus escritos en una edición privada que sólo sus íntimos conocen. Entre 1938 y l940 La Capital había publicado dos cuentos para niños de Lucía, ilustrados por Vanzo. Hace unos años, un incendio devoró los cuadernos originales, un rico epistolario, fotografías y documentos, como si el destino se empeñara en vano en completar la obra de destrucción iniciada tempranamente por la enfermedad, pretendiendo devorar las huellas de una sensibilidad singular. Sin embargo, sus libros permanecen intactos, a la espera de lectores.