Gloria Lenardón
Es materia pura, materia viva, los bailarines se abrazan sin tener en cuenta la cabeza, el espíritu que los anima, todo viene de afuera, de la música que sale del grabador y les dicta cada reacción, las rotaciones de caderas y de piernas. ¿Qué es el tango? Por un momento pienso que es un mito que no cambia su naturaleza arrobadora para nadie, que cada uno lo siente igual: un gigante o un duende infalible que se mete adentro sin necesidad de presentar batalla, que a su compás una puede sentirse horrible y bruja o la mujer más amada de la tierra seducida por su falta de reserva, por su desfachatez, como no tengo nada que probar: bruja o santa da lo mismo, acelero el paso al placer y escucho y miro bailar el tango. Los vi de lejos, Rosario es una ciudad chica, por más que su calle Córdoba alarde tumulto (todo el que pueda una ciudad de poco más de un millón de habitantes) no oculta los hechos singulares, aún los menos llamativos, y a las seis de la tarde de un verano tórrido es imposible ignorar unos bailarines requintados así. Pollera para esos tacos aguja, aire de mundo, ella; camisa negra, pantalón para la ocasión él. No sé si bailan bien o mal, ¿a quién le importa?, están a salvo de esa responsabilidad. Bajo el sol se abrasan con fiereza, concentrados, teniendo en cuenta los detalles, la cintura y el pecho a la pesca, cada espectador que se arrima debe irse con su curiosidad satisfecha. Porque el río de Rosario es ancho -los diez kilómetros vienen arrastrándose desde Brasil- no siempre atraviesa de la misma manera la parte de Argentina que le toca en suerte, se profundiza para tentar barcos aquí, los de gran calado, para que mientras carguen cereal lancen sus tripulantes en estampida ¿quién no querría escapar, huir de los camarotes con olor a moho para buscar en tierra los boliches tangueros? Nunca se viene abajo el empeño en soñar de los tripulantes, los pocos que ahora están buscan mujeres, el bandoneón, los bailarines que quieren trepar a un carguero e irse porque creen posible remontar el Paraná si algo portentoso los espera al final de sus vericuetos y sus islas, de los camalotes que encallan en las costas salvajes llenas de árboles y de pájaros unos más quisquillosos que otros. Pero no bien ponen el pie en tierra los confunde la modernidad, la mezcla con lo antiguo, atravesando la avenida buscan entre los palos borrachos el andurrial, los bares, la inconfundible fisonomía de puerto, la exploración termina rápido en las construcciones que buscan el lujo, en las calles que ascienden entre parques, mármoles, fuentes, herrería y los cien metros de largo -proa al río, dioses del agua gigantes- del monumento a la bandera nacional, hay que ser pacientes para descubrir entre los edificios y las calles iluminados los pirigundines oscuros, el rojo oscuro de sus luces, pero la música del tango es inconfundible, hay poca, pero hay, siempre que voy al Dory con el último bocado (el abadejo es formidable) pienso en los vecinos, en la bruma pegajosa que me gustaría oler directamente y no me animo. Por la ventana vi muchas veces los filipinos bambolearse como si todavía estuvieran en el mar, riéndose entre las chicas que se apiñan en las mesas, la última noche los vi bailar uno de ellos intentó un firulete en la pista mínima, pero la pulga teñida que eligió se hartó rápido y se pegó a sus piernas como un chicle. "A los artistas esto les queda chico", dice el guapo después de unos minutos de conversación, después que le expliqué que quería hacer una nota, después que se tomó un vaso de agua mineral cerrando los ojos. Ella y su pollera cortísima, las piernas -a un milímetro de descorazonar- no se relajan. No desperdiciemos público, señala con la cabeza la gente, la boca roja le tiembla manchándole los dientes. No han bajado el volumen del grabador para que la gente se acerque, la música de "La cumparsita" atrae a muchos. "¿Escuchó?" me dice él acompañando con la cabeza el acorde. Viniendo del río baja un aire cálido, arremolina papeles, cucuruchos, los envoltorios de helados que absortos chupan no sólo los chicos, una esmirriada con la cartera en bandolera saca la lengua para ensuciarla con pistacho, avanza para pegarse al grabador. No estorbe, le corta el paso la bailarina sin sonreír, ya empezamos, hace una inflexión más impaciente que graciosa. El bailarín: el guapo, me pide un minuto, murmura, se aleja mal , en la pista, en el centro de la vereda marcada con dos parlantes ella levanta un brazo para tomarlo del cuello. Mercucio: ¡Oh, mi gentil Romeo! ¡Ya bailaréis, ya bailaréis! Romeo: No por cierto; eso es bueno para vosotros que tenéis los pies tan ligeros como vuestras almas. Mi alma y mis pies son de plomo. Yo no puedo moverme amigos míos: estoy como clavado al suelo. Efectivamente, el guapo está clavado, inmóvil, sus ojos buscan el río, el cielo, por unos segundos parece meditar sobre el destino del mundo, después arranca ágil para la primera carrera por la izquierda. Ella se estiliza, busca intimidad, sus piernas atrapan las de él, las sueltan y vuelven a atraparlas sin perder en el piso la línea recta. Este tango atrae como la miel a las moscas, la rueda crece, muchos consiguieron sentarse con aire triunfal en los bancos que la calle ubicó frente a sus negocios, me corro debajo de un balcón barroco que un osado alteró plateándolo, cabeza a cabeza con Córdoba, Rosario busca el segundo puesto detrás de Buenos Aires, despliega el siglo en sus construcciones, las francesas e italianas (lo que se salvó, la demolición arrebató a muchos), el art-decó que prolifera, las casas onda barco del racionalismo alemán, los materiales con color, el aluminio, el cemento pintado, la economía de las últimas décadas. Capuleto: ¡Caballeros, bienvenidos! Llegó ya el momento bellas señoras mías. Las que tengan los pies ligeros y sanos, que nos lo prueben haciendo bailar a estos señores. ¡Ah! ¡ah! ¿Cuál de vosotras osará resistirse? Yo protesto que las que se hagan las melindrosas será porque tienen callos. No nos movemos, ninguna mujer, aunque marquemos con el pie el ritmo, ¿será por callos? los que se acercan a mirar son hombres con buena pinta para el baile. Exagero, este canoso de enfrente no está para una "quebrada" y pobre del que le toque la esmirriada de los dedos pringosos, todavía no terminó el helado ."Arrímense", invita el guapo. Es mentira que no tengamos ganas de bailar, cada vez que hace rechinar sus zapatos brillantes las piernas se mueven como para seguir su tendencia a la elaboración, a lo acrobático, que la mesura salva a último momento. Pero hay un pequeño desliz, una torpeza mínima, ella encoge una mano obligada por el error: en un quiebre de cintura él la presionó de más. Romeo: ¿Os he ofendido? ¿he profanado esta mano encantadora? porque en tal caso mis labios repararán el ultraje que mi mano ha cometido, borrando con un gesto devoto una impresión tan grosera. De nuevo un apretón que no los reconcilia, peor, los cuerpos se trenzan en un ir y venir demasiado pendenciero, pero no hay sofocaciones, cada abrazo impone con frialdad una distancia insalvable. ¿Y el beso?, el guapo amaga. -¿Baila?- me pregunta la del helado con las comisuras verdes- yo ni en sueño. Para ver si sigo su taconeo el bailarín me echa un vistazo, a ella no le intereso, la nota está mucho después que el sombrero que acomodó antes de empezar con los billetes, y al que no le pierde pisada. Hay un trompo, un falso enredo, una acostada, en ese apuro los tacos finos dejan estela y las medias doradas muestran las nalgas, él transpira cuando la pone de espaldas, a pesar del revoloteo, de la pollera que sube y baja, los pechos se notan poco dotados. En un roce que se demora, íntimo, ella se frena. Julieta: La santa se deja rogar, pero no se mueve. Romeo: Pues bien, permanece inmóvil santa mía; mi oración será escuchada y yo seré dichoso (Romeo da un beso a Julieta). El beso llega en los últimos compases, efectista, apresurado, la gente se va ignorando el sombrero, "el tango no es tacaño" dice ella en un desplazamiento de discurso, lo mira a él para que los acorrale, para que los obligue a meter la mano en el bolsillo, pero al guapo el exceso de demostración lo agotó, resuella, aunque se recupera, es joven. Me acerco aplaudiendo en la bola de calor, las gotas le cuelgan de la nariz como si moqueara. -El tango es sensual- me dice (usa una seguridad que impresiona) mientras se seca la cara con un pañuelo grande como una toalla- listo, ahora la nota.
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